La Jornada viernes 21 de febrero de 1997

Antonio García de León
Cada quien para sí y Dios contra todos

El más reciente agravamiento de la crisis mexicana está fuertemente marcado por la guerra desatada al interior de las camarillas que acaparan el poder político en México y que vienen destruyendo al país desde 1982, aprovechando para ello las añejas estructuras y complicidades del sistema de partido de Estado y las ventajas de su ``política económica''. La erosión es tan general que, en las condiciones actuales, se tendrán que construir muchos Almoloyas y no habrá después quien cierre la puerta. Esta debacle de las instituciones es una crisis nacional generalizada en donde lo político juega un papel dominante, debido a la naturaleza del sistema, a su carácter arcaico. Ante la ausencia de una fuerte movilización social que empuje hacia la transición democrática, el viejo aparato ha maquillado algunos de sus bordes más gangrenados, edificando una ``reforma electoral'' que pretende recuperar la legitimación perdida pero que es concebida, otra vez, como una extensión de las redes de complicidad y corrupción tradicionales: con el gasto aplicado a esta reforma y el insultante subsidio a los partidos se podrían resolver muchos de los problemas que han generado descontento social y brotes de violencia armada. Se construye así un edificio en terreno movedizo y a espaldas de una ciudadanía constreñida a sólo manifestarse por la vía del voto controlado, mientras que la corrosión de los ``usos y costumbres'' del aparato avanza a gran velocidad. Se trata pues de una mezcla explosiva de circunstancias que pueden arrastrar al país a una mayor crisis de gobernabilidad.

La deslegitimación del Estado mexicano se agudiza y adquiere un carácter terminal sin que se vislumbre una alternativa. En estas circunstancias, uno de los principales catalizadores de este debilitamiento, en el escenario de los escándalos más recientes, es la muy dinámica economía subterránea del narcotráfico: probablemente la industria más poderosa del país pero cuyas ganancias no se quedan aquí y cuyo circulante es proporcionado, indirecta y paradójicamente, por la reserva federal estadunidense. El dólar, principal lubricante de esta economía que corroe al Estado, es distribuido y trasladado de nuevo a los bancos de su país de origen por los funcionarios mexicanos implicados en el tráfico: un papel moneda impreso en Estados Unidos, en el mismo país que hoy ``certifica'' la buena conducta de los Estados de América Latina, y que circula en grandes cantidades fuera de sus fronteras. El nuevo orden mundial es entonces economía abierta y encubierta del dólar, ``legitimidad restringida'' y certificación aceptada que garantiza la hegemonía del capital financiero del norte por la vía de la lenta corrosión de las economías ``nacionales'' e instituciones del continente: los excedentes del lavado son lo único que quedaría a la banca de este lado de la frontera.

Ante el crecimiento paralelo de la delincuencia privada (que trata de equipararse a la ``pública'') y del desgarramiento del tejido social, el gobierno ha respondido con la militarización de la policía y de la vida cotidiana: dando mayor autonomía y espacio político a los militares sin modificar la situación en su conjunto: haciendo recaer el peso de su torpeza sobre la población marginada que se atreve a cuestionar los aspectos más grotescos del sistema imperante. El resultado de todo ello está a la vista y lo único que se ha logrado es trasladar la corrupción ya endémica del poder civil al seno de las fuerzas armadas. La carencia de imaginación política gubernamental y la ausencia de un aparato de justicia, han ahondado el problema, pues la crisis deriva de la persistente debilidad política del Estado, es decir, de su falta de capacidad para dirimir institucionalmente los naturales conflictos que se presentan en la sociedad.

La pérdida de la capacidad de mediación, la criminalización de cualquier oposición política no controlada, los acuerdos incumplidos, el desprestigio general del régimen, la desconfianza de la sociedad civil hacia todo lo que venga de los ``políticos'', un Ejecutivo que funciona como cabeza beligerante de su partido y que no asume aún la Presidencia de la República y un sistema clientelar que se ocupa solamente de mantener viva la capacidad de reproducción de las reglas formales del juego político, han exacerbado esta guerra desatada de impredecibles consecuencias. Pero lo que colocó a esta crisis en el primer plano de la vida nacional ha sido el papel perturbador y catalizador del narcotráfico: el aparato de Estado concebido como creador y distribuidor de botines privados a muy distinta escala. En este contexto, la complicidad es compartida y el que rompe las reglas sufrirá las consecuencias del ``peso de la Ley''.

Solamente un nuevo pacto social incluyente, que no se ve por ninguna parte, podría salvar al país de esta indignidad sin nombre, de esta cloaca que se revienta en el piso de arriba y que avergüenza a la mayoría de los mexicanos. El sistema continúa su erosión pero amenaza con caer como pesada losa sobre el conjunto de una sociedad que, por su cuenta y riesgo, intenta quedarse afuera para poder cerrar la puerta del último penal de seguridad que albergue a nuestra corrupta clase dirigente.