Entre las muchas consecuencias perniciosas y deplorables que ha tenido y seguirá teniendo para el país el caso de Jesús Gutiérrez Rebollo, una de las más indeseables es que ha colocado en el debate nacional el tema de la pena de muerte. Aunque ésta no ha desaparecido de nuestra legislación militar, su aplicación se reserva a circunstancias excepcionales e improbables.
Al margen del ámbito estrictamente jurídico, la improcedencia ética, social y política de la pena máxima ha sido, por muchas décadas, un acuerdo nacional implícito, y ha dado pie a uno de los consensos nacionales que más honran y distinguen a México en la arena internacional.
Por desgracia, la enormidad de las presuntas conductas delictivas del ex comisionado del Instituto Nacional del Combate a las Drogas (INCD), y dada la condición de militar en activo que ostentaba cuando cometió algunos de los ilícitos que se le imputan, se ha planteado la posibilidad legal de que la Suprema Corte de Justicia determine que debe ser juzgado en el fuero castrense y de acuerdo con el Código de Justicia Militar, escenario que podría desembocar en una sentencia de muerte para Gutiérrez Rebollo.
No es el caso, ciertamente, poner en tela de juicio la vigencia o la pertinencia del código señalado ni la facultad de las Fuerzas Armadas de procesar a integrantes suyos en sus propias instancias de procuración de justicia, cuando se presume fundadamente que han cometido delitos correspondientes al fuero militar.
Pero, al mismo tiempo, no debe ignorarse la gravedad que implica el que se empiece a evocar la eventualidad de una ejecución legal en nuestro país, en la medida en que esas solas menciones vulneran valores éticos fundamentales y consideraciones humanitarias universales hondamente enraizadas en México.
Sin pretender minimizar el enorme daño causado por las presuntas acciones delictivas de Gutiérrez Rebollo a los esfuerzos contra el narcotráfico, a la credibilidad de las instituciones y a la seguridad y soberanía nacionales, la posibilidad de que se dictara y ejecutara en nuestro país una pena capital, así fuera en circunstancias excepcionales, implicaría un grave e indeseable retroceso para los valores cívicos y civilizatorios alcanzados por la sociedad mexicana, los cuales son incompatibles con castigos crueles e inhumanos que, como la pena de muerte, degradan moralmente tanto al Estado que los dicta y aplica como a la sociedad que permite o, peor aún, aplaude tales sanciones.