Hasta la fecha, leer Los grandes problemas nacionales (1909) de Andrés Molina Enríquez, muerto hacia 1940, provoca la misma perplejidad que inducen hoy los estrujantes acontecimientos que hieren cada día con más profundidad el alma de la Patria.
No se olvide que la obra maestra de Molina Enríquez estuvo en manos de los mexicanos poco antes del estallido revolucionario (20 de noviembre de 1910) que heroicamente inició Aquiles Serdán en la ciudad de Puebla, precisamente frente al templo de Santa Clara, al defenderse de la brutal agresión que desató contra el Club Antirreeleccionista Luz y Progreso la policía cabrerista, enviada por el entonces gobernante Mucio Martínez; y quienes leían las enjundiosas páginas del libro preguntábanse con desesperación, ¿por qué, por qué es posible que México sea víctima de tan terribles injusticias?
¿Elí Elí, por qué nos has abandonado?, se decían a sí mismos quienes creían en un Dios omnisciente y bueno. Y no cabe duda de que ese hondo y trémulo ¿por qué? era entonces, como en nuestros días lo es, la pregunta esencial del pueblo mexicano al verse arrastrado por las más oscuras y turbulentas corrientes de maldad.
Los planteamientos que hiciera Molina Enríquez en su obra no hallaron una inmediata respuesta en lo social. Los porfiristas honestos --aunque sea increíble los había, como Justo Sierra-- se dieron cuenta de que el gran escenario artificial que precipitadamente se armó con el nombre de Fiestas del Centenario, no impediría --a pesar del boato, las jugosas y opulentas derramas de dinero-- el estallido que provocaron al fin las sangrantes contradicciones gestadas durante el presidencialismo despótico de Porfirio Díaz, las matanzas de Cananea y Orizaba, la multiplicación de presos y asesinatos políticos, el uso indiscriminado del Ejército en tareas policiales y el cínico fraude electoral de 1910, subrayado por el encarcelamiento de Francisco I. Madero --destinados todos estos actos a bloquear la oposición que estimularan mucho antes Ricardo Flores Magón y los miembros del célebre Club Ponciano Arriaga.
Tan deplorables acontecimientos exhibían que las contradicciones irresueltas habían alcanzado los grados nodales del estallido. Y así fue: el Plan de San Luis Potosí (1910) y el derrumbe del Estado del Hombre Fuerte, cuidadosamente labrado a partir del golpe de Tuxtepec (1877), era en verdad tigre de un papel que fue necesario romper otra vez ante la bellísima Zacatecas, en el Cerro de la Bufa, cuando los villistas hicieron polvo a las fuerzas del sátrapa Victoriano Huerta (1914).
La Revolución y su Constitución son las únicas respuestas coherentes al porqué de Los grandes problemas nacionales. La solución no era sólo la eliminación de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta como personeros de un régimen de opresión; mucho más importante era la eliminación de las causas de la opresión. Esto último fue la verdadera respuesta al porqué de aquellos tiempos.
Para el Constituyente de Querétaro las cosas quedaron claras al momento en que se percibió, contra el punto de vista de Venustiano Carranza, que la tiranía porfirista fue únicamente el instrumento político de las metrópolis industriales de principios de siglo, principalmente Washington y Londres, para obtener de México lo que les era indispensable tanto en sus proyectos empresariales cuanto en los muchos implicados en el genocidio de la primera Guerra Mundial. Con visión certera, los constituyentes de Querétaro decidieron sustituir el Estado del Hombre Fuerte por un Estado democrático, republicano y responsable de la creación de condiciones económicas y políticas requeridas para realizar entre los mexicanos la justicia social.
El compromiso del Estado revolucionario con la justicia social es lo que explica el intervencionismo del Estado revolucionario previsto en el artículo 27 de la Carta Magna sancionada en el Teatro de la República. Los cambios de la propiedad ordenados por la Ley Suprema no purgan el uso de riqueza por negocios capitalistas, y sí el abuso; y garantizan por otra parte la propiedad nacional, administrada por el Estado, para beneficio general; y la propiedad social de las masas, sin desconocer por supuesto el derecho eminente de la nación sobre la totalidad de la riqueza. Este es el camino justo que connota la Constitución que nos debiera regir desde febrero de 1917.
Sin embargo, los mexicanos seguimos preguntándonos por qué sucede lo que a diario sucede en nuestro país. México es tan injusto como ayer. Y no sólo esto: México es tan dependiente como lo fue en el pasado. ¿Acaso entre la Revolución de 1910 y 1997 nada ha sucedido conforme al mandato constitucional de 1917? Con más celeridad que en los decenios anteriores, disípanse, aunque no cabalmente, las sombras que han encubierto nuestra verdadera historia. El aparato político mexicano está provisto de titulares creados por virtud del nuevo presidencialismo autoritario que se consolidara a partir de 1946, sujeto, igual que el militarismo de la dictadura, a fuerzas englobantes que buscan transformar a la nación en una área dócil a instrucciones extranjeras, cuya operación induce la subordinación que impide el ascenso democrático y justo, ordenado por la Revolución. En su lugar florecen la corrupción, los asesinatos políticos, el peculado sin límite alguno y las derramas vergonzantes de dinero que miniaturizan los Fastos del Centenario. ¿O no es así?.