China es ya una gran superpotencia y, probablemente, lo será aún más a principios del siglo próximo, ya que su enorme y laboriosa población, su rapidísimo crecimiento económico y su poderío militar y nuclear tienden a convertirla, directamente y mediante sus alianzas, en el eje del desarrollo de Asia. La muerte de Deng Xiaoping no cambiará demasiado, en lo inmediato, esa tendencia, porque el estadista había realizado su obra desde hace tiempo y, a la vez, preparado meticulosamente su sucesión. Pero, si bien la fase heroica y caótica de la conquista de la independencia y de la unidad nacional por la revolución y por el régimen maoísta es irrepetible y está definitivamente superada, sobre esa base se está construyendo una nueva China. Y los ritmos y formas de esa construcción, tan importantes para el mundo, sin duda serán discutidos por los herederos de Deng en la preparación actual del congreso del Partido Comunista en el poder.
Al mismo tiempo, en julio próximo Hong Kong volverá a ser chino y la presión sobre Taiwan será mucho mayor y, muy probablemente, combinará como en otros momentos ofertas políticas, medidas económicas y acciones militares demostrativas. Además, la crisis en Corea (China busca inversiones surcoreanas y buenas relaciones con Seúl pero no puede aceptar el derrumbe del tambaleante régimen de Corea del Norte) contribuye también a reforzar el papel político de los militares (que son el eje del partido y su fracción más pragmática y unida). Estos podrían asumir así un papel decisivo en un momento en que, al desaparecer un mediador muy disminuido pero también respetado, tienden a reforzarse los localismos y las tendencias centrífugas en un Estado que Deng ayudó a mantener unido por todos los medios, sin excluir ninguno, como lo muestra el caso de Tienanmen.
Deng no insertó a China en el mercado mundial ni la modernizó destruyendo el ejército y abandonándola a las fuerzas ciegas del mercado, como lo hicieran los rusos, sino preservando celosamente el control del partido-Estado y tratando de reforzar los colchones sociales para suavizar el viraje que habían sido logrados por el maoísmo. Estos amortiguadores son, en primer lugar, el nacionalismo (que hace rato ha remplazado como aglutinante ideológico el vago y declamatorio socialismo chino) y, en segundo lugar, el consenso logrado por la revolución que llevó al poder al partido de Mao-Deng al asegurar la independencia y la dignidad del país, eliminar las hambrunas históricas y mejorar el nivel de vida de las vastas masas, sobre todo campesinas.
Sobre esas adquisiciones se apoyan las diversas tendencias (militar, tecnocrática, comercial, industrial, financiera) que forman el grupo dominante y el partido que aún conserva, pero por razones históricas, el nombre de comunista. Como en China no existe oposición alguna al régimen (incluso los nuevos industriales y nuevos ricos se oponen a la democracia porque están contra los sindicatos y la elevación de los salarios) es muy probable que este periodo de transición no presencie grandes cambios. Pero no hay que olvidar que el mismo progreso económico impulsado por Deng ha creado, como muestran con preocupación los grandes diarios japoneses, ``hordas de desocupados y campesinos pobres que vagan en busca de trabajo''. China, al modernizarse como capitalismo nacional con un fuerte aumento de las desigualdades, podría empezar a entrar en la época de los conflictos sociales.