Adolfo Gilly
Destino manifiesto
Nunca, en la historia de la nación mexicana, un gobierno ha dependido tanto del gobierno de Estados Unidos como el que encabeza el doctor Zedillo. Nunca, en la historia de Estados Unidos, un gobierno ha estado tan íntimamente amarrado a una crisis mexicana como el que encabeza William Clinton.
Esta situación, nueva en sus actuales contenidos, es producto de una larga historia que arranca en 1847 y de una reciente historia que culmina en la firma del Tratado de Libre Comercio con todas sus cláusulas y condicionamientos conocidos y menos conocidos. No sé cuántos recuerdan que en el debate con Ross Perot, el vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, comparó a la firma del TLC con la compra de Louisiana y de Alaska, sin que el licenciado Carlos Salinas de Gortari, su gobierno y su partido dijeran una palabra. Pero a esta altura el señor vicepresidente debe de estar sospechando que en el paquete venía una crisis de régimen de dimensiones epocales.
Ahora, la crisis mexicana es una crisis que revienta en Estados Unidos por el peor lado: el de las grandes finanzas trasnacionales de la industria de la droga, cuyas fuentes principales de dinero y de poder cualquier persona sensata se resiste a creer que estén en México y en personajes en el fondo tan insignificantes como el ingeniero Raúl Salinas de Gortari.
En una reciente conferencia en la Universidad de Stanford, la investigadora Saskia Sassen decía que la crisis financiera mexicana de diciembre de 1994, fue la primera crisis de la globalización. Esa fue la razón obvia por la cual en Wall Street, donde se toman esas decisiones, se aceptó y apoyó la multibillonaria ayuda de urgencia de Clinton a Zedillo, pese a las resistencias dentro del aparato político de Estados Unidos, sujeto a presiones políticas más domésticas que las de la economía globalizada.
Diría yo que las dimensiones incontenibles de la crisis del sistema estatal mexicano son, también, la primera gran crisis política de la globalización: por el lugar donde estalla, una nación occidental unida a Estados Unidos por la historia, la vecindad y el TLC; y por el tema sobre el cual estalla, la compenetración entre finanzas globales (porque eso, y no otra cosa, es la industria de la droga) y poder. Se puede pensar en la actual crisis de desintegración del régimen político mexicano como una crisis con efectos sistémicos que atrae, por ley de gravedad, el involucramiento de Estados Unidos.
Ahora el gobierno de Washington se muestra alarmado porque un general mexicano al cual acusan (``acusan'', digo, porque entre La Paca, Lozano y la osamenta uno ya no les cree ni les deja de creer nada de nada) de cómplice del tráfico de drogas se enteró, desde su alto puesto, de los ``secretos'' de la DEA, de los nombres de sus informantes en México (ahora en peligro de muerte, si no ya ejecutados) y de las redes policiales destinadas a combatir a los traficantes (o, para hablar con más precisión, a los operadores de las grandes finanzas trasnacionales de la industria de la droga). Pero ese gobierno había ``certificado'' al mencionado general hace unas cuantas semanas. ¿Es que no sabían? ¿Es que tan mal informados están sobre los tráficos ilegales y sus prolongaciones en los aparatos políticos y policiales? ¿O es que no se esperaban que la crisis mexicana les explotara de este modo entre sus manos? Ahora hasta el mismísimo Al Gore debe de estar pensando que una cosa era Louisiana y otra este México oscuro, levantisco, turbulento, rejego.
En abril, parece, William Clinton visitará el país. Nunca un presidente de Estados Unidos se ha paseado por un México en tal situación de indefensión ante el poder que él representa. Quién sabe a qué viene y poco importa qué dirá en público. Quién sabe de qué modo planteará sus exigencias en privado y con qué autoridad o fuerza podrá resistirlas su debilitado interlocutor.
Una cosa, sin embargo, es cierta: en el mundo globalizado, la crisis de México es, en buena medida, también de Estados Unidos. Si esto es así, aunque parezca una paradoja, la capacidad y el poder de negociación de México son superiores a los de cualquier otro país en situación parecida. Pero ese poder, tan negativo como real, sólo puede ser usado por un gobierno que sea y se sienta independiente, soberano y autónomo, no tema afrontar las consecuencias (sabiendo que la otra parte deberá también afrontar las suyas) y sea a la vez creíble y capaz de cumplir sus compromisos.
Ese gobierno no existe hoy en México. Ni el subcomandante Marcos desde el sur ni el presidente Clinton desde el norte pueden tener garantías ni saber con quién en realidad están tratando. Pero este punto focal de esta primera crisis de la globalización sólo puede resolverse en México. Ni modo, así nos tocó vivir nuestro propio destino manifiesto.