Merecería reconocimiento la determinación del gobierno de detener y consignar ante un juez al general de división Jesús Gutiérrez Rebollo, a quien se acusa de estar colaborando con una de las varias bandas de narcotraficantes existentes en el país, la de Amado Carrillo, llamado el Señor de los cielos. Sin embargo, con la aprehensión del divisionario, las autoridades sólo cumplen con su deber, intentan rectificar el error de haber designado, apenas hace dos meses, a Gutiérrez Rebollo como encargado del Instituto Nacional del Combate a las Drogas, y aspiran salvar la imagen del Ejército.
El hecho es preocupante más allá de cualquier otra consideración. Es un síntoma de grave descomposición, indicador de que incluso hasta al Ejército, institución que parecía invulnerable, se han extendido las redes criminales del narcotráfico, pues sería ingenuo e irresponsable suponer y hacer creer a la opinión pública que el del general Rebollo es un caso excepcional. Tal vez sólo sea la punta del iceberg, creado por la fuerza corruptora del narcotráfico en los últimos años, cuestión que las autoridades civiles y militares deben esclarecer por completo para extraer de esto las enseñanzas correspondientes. Una de ellas, consenso de numerosos comentaristas, es que el Ejército, si no quiere sufrir más deterioro y desprestigio, debe dedicarse a cumplir sólo actividades relacionadas con la disciplina militar, como lo señala la Constitución; no realizar labores de policía como las que lleva a cabo en Chiapas cuando menos desde el 9 de febrero de 1995, en persecución y acoso de los zapatistas, ni convertir a sus oficiales y clases en parte de cuerpos policiacos, pues éste, el de la seguridad pública, es un problema que la sociedad puede y debe resolver sin el concurso de los militares.
La complicidad del general Gutiérrez Rebollo y otros militares con el cártel de Ciudad Juárez es, sin embargo, sólo un síntoma más de la degradante descomposición que está sufriendo el país. Prácticamente no hay semana en que no se produzca noticia de hechos escandalosos, de violaciones a la ley por quienes están obligados a hacerla cumplir, de atropello constante al Estado de derecho, de corrupción y enriquecimientos inexplicables en los cuales están ivolucrados personajes del grupo en el poder, de la actual o de la anterior administración. Apenas el domingo 16 de febrero se conoció la información (La Jornada y Proceso) de que el ex presidente Salinas de Gortari y sus familiares, además de otros personajes de la política nacional, podrían estar relacionados de alguna manera con el narcotráfico, según declaraciones de testigos en el juicio que se sigue al ex procuprador Mario Ruiz Massieu en Houston, Texas. Cuando se produjo esta noticia no terminaba --no termina-- el escandaloso asunto de la osamenta descubierta en la finca El encanto, propiedad de Raúl Salinas de Gortari. Una investigación hemerográfica sólo de los últimos meses arrojaría inquietantes señales de la descomposición social y política que sufre el país.
Otro síntoma del mismo fenómeno es el incumplimiento de compromisos contraidos por el gobierno, como la abusiva determinación de éste de no cumplir los acuerdos que sus representantes contrajeron en San Andrés Sacamch'en con la delegación del EZLN, que ha conducido a un empatanamiento peligroso las negociaciones de paz en Chiapas.
La descomposición social y política, que puede conducir al país a un peligroso callejón sin salida o con salidas inadmisibles, anuncia el agotamiento irreversible del grupo en el poder y de un sistema antidemocrático en el cual no hay contrapesos internos ni mecanismos sociales y políticos de control sobre la gestión gubernamental; predominan las concepciones patrimonialistas en los gobernantes y florece la corrupción en todas las esferas de la administración pública, sin excepción, como se confirma en estos días difíciles.
El único camino para superar tales fenómenos sociales y políticos perjudiciales es la realización de cambios políticos de fondo. No sólo cambio de hombres y de colores en el gobierno, sino de concepciones y prácticas en las cuales debe introducirse un fuerte componente de moral pública y de honradez administrativa.
Esos cambios sólo son posibles en la democracia y con el concurso de la sociedad, no por encima de ella. Las elecciones del mes de julio son una excepcional oportunidad para iniciarlos, poniéndole fin a los largos decenios de hegemonía priísta.