La protesta de la Francia progresista, que se niega a abandonar sus tradiciones históricas, ha llenado las calles de todas las principales ciudades de ese país y está aumentando día tras día. La negativa originaria de un puñado de jóvenes directores de cine a acatar las medidas racistas dirigidas contra los inmigrantes se ha ido así transformando, paulatinamente, en una gran movilización por las libertades y los derechos del hombre y contra los intentos liberticidas.
Los manifestantes rechazaron en particular el proyecto que obligaría a los franceses a convertirse todos en delatores informando a la policía sobre los extranjeros que pudiesen albergar y el racismo muy mal escondido que aparece en la propuesta gubernamental de excluir de esa obligación a los extranjeros provenientes de países industrializados. A la decisión de oponer la desobediencia civil y de no acatar las medidas racistas, se agregó la exigencia de que renuncie el ministro del Interior, Jean Louis Debré, responsable del proyecto y de la anulación de éste. Además, para marcar la similitud con el texto del decreto racista de 1941, emitido bajo la ocupación nazi contra los judíos franceses y extranjeros, la manifestación en París partió de la estación ferroviaria, misma desde la cual aquéllos fueron enviados a la deportación y a la muerte.
El boom económico francés, desde los años cincuenta hasta los ochenta, hizo conveniente y necesario recurrir a una masiva importación de mano de obra, y en la gran industria francesa casi un tercio de los trabajadores es inmigrante. Ahora, en cambio, con la brutal reducción del número de trabajadores ocupados y la relativa desindustrialización en enteras ramas económicas, debido a las transformaciones introducidas por el neoliberalismo y la mundialización, esos trabajadores ``sobran'' y, al mismo tiempo, Francia, como los otros países de la Unión Europea o Estados Unidos, pretende frenar la inmigración que antes impulsó y que hoy es estimulada por la crisis que provoca en los países pobres la política decidida por el Grupo de los Siete, integrado por los principales países industrializados.
La política antiimigrantes de los países que se construyeron y enriquecieron precisamente gracias a la inmigración refuerza, además, con el racismo oficial, el racismo fascista que crece a la sombra de aquél en todos los países industrializados y que envenena, incluso, la mente de sectores pobres de la población que encuentran en quienes son más pobres y desprotegidos que ellos un enemigo mucho más fácil de combatir que la abstracta gran finanza internacional, pues ésta no vive en los barrios donde ellos viven ni tiene un color diferente, sino que es bien francesa, británica, alemana, estadunidense, japonesa, etcétera, y decide todo desde el exterior.
La digna reacción de la Francia de los derechos del hombre sienta, por lo tanto, un precedente importante y, al mismo tiempo, levanta una barrera en defensa de la democracia que, por definición, consiste en la defensa de quien es diferente. Ojalá que los franceses, nuevamente, abran el camino con su ejemplo político y cultural para que en otros países también se impida el racismo y la discriminación contra quienes sólo quieren ganarse la vida trabajando y con dignidad. Los ``espaldas mojadas'' mexicanos y de todo el mundo están idealmente con ellos.