MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Tres golpes en la pared
El abuelo Juan es un saco de huesos. No logro comprender dónde ha podido almacenar tantas enfermedades. Corresponden a distintas etapas de su vida y a los varios oficios que domina: agarró tos crónica desde que estuvo trabajando en una carbonería, la hernia le salió cuando lo contrataron en una ladrillera, las reumas le vienen de su época de tintorero, el hombro caído de los años en que fue chalán, el ojo nublado de su estancia en la fábrica de tubos; el decaimiento le quedó como herencia de los cuatro años que estuvo en la cárcel sin recibir atención médica.
Lo extraordinario es que, en medio de todos esos males, mi abuelo conserva un oído finísimo. Cuando me vine a vivir con él a la accesoria de Aztlán pensaba que eran cuentos eso de que oía mis pasos a dos cuadras de distancia. Ahora sé que era verdad y también que mi abuelo nunca miente. Antes de hacerlo prefiere quedarse callado.
Me trajeron de San Luis cuando murió mi madre y me recogió mi tía Zeferina. Entonces me enteré de que mi abuelo estaba en la cárcel. Ninguno de mis familiares ha querido explicarme el motivo del encarcelamiento. Cuando me atrevo a preguntarle si, como dicen por aquí, fue porque mató a un hombre, mi abuelo se queda callado, escupe, mueve la cabeza y se le llenan los ojos de lágrimas.
Creo que, al menos en parte, su congoja se debe al recuerdo de la soledad que padeció durante todos aquellos años. Le he dicho que me hubiera gustado visitarlo, pero que mi tía nunca quiso llevarme al reclusorio y en mi condición de arrimado, ni modo de contrariarla.
No conservo retratos de mi mamá. En cuanto llegué aquí todos mis parientes me dijeron que ella había sido idéntica a mi abuelo: por eso lo adoro. Cuando mi tía Zaferina iba a visitarlo al reclusorio yo la esperaba ansioso de noticias. Los informes siempre eran malos, pero que me vaya al diablo si miento cuando aseguro que ella me los daba muy contenta. Hace tiempo entendí la razón: para mi tía y para toda la parentela hubiera sido ideal que mi abuelo saliera de la cárcel directo al camposanto.
Lo comprendí todo un jueves que mi tía Zefe regresó muy preocupada del reclusorio. Temí que mi abuelito hubiera muerto. ``No, él está bien y feliz porque dice que ya muy pronto van a dejarlo libre''. En la noche, a la hora de la cena, le comunicó la noticia al resto de la familia. La única que se atrevió a hablar fue Clarita. Desde que está embarazada repite encima de todo el mundo sin taparse la boca y le canta sus verdades hasta a mi tía: ``Tú siempre has dicho que eres cabeza de esta familia. Don Juan es tu papá. Decide qué haremos con él''.
Se hizo un rápido inventario de los cuartos y se vio que en ninguno cabía mi abuelo. Perico aprovechó para ir al grano: ``Podemos llevarlo a un asilo. Oigan, no me vean así. ¿Qué tiene de malo? Piensen y verán que es lo mejor; allí tendrá con quién hablar y no correrá peligro''. Rápido mencionó las calles atestadas, el tráfico intenso, las pandillas, los ladrones.
Cuando Perico terminó su exposición, Clarita abrazó a mi tía Zeferina: ``Sé que para ti es un golpe muy duro. No te preocupes: me comprometo a buscarle un buen alojamiento a tu papá. Si no fuera tan noche iría a ver un asilo que está en Azcapotzalco; pero manana, Dios mediante, me pego una carrera hasta allá''.
Clarita cumplió su promesa y visitó otros asilos. En todos le dijeron lo mismo: con tantas enfermedades era imposible recibir al abuelo. Mi tía comprendió que en las demás instituciones iban a decirle lo mismo y propuso otra salida: ``Podemos rentarle a mi papá un cuartito que esté cerca, en planta baja y nos salga barato''. Perico derrumbó el proyecto: ``¡Estás loca! Por aquí las rentas son altísimas y la única desocupada es la accesoria de Aztlán''. Mi tía puso el grito en el cielo: ``Qué bruto eres...'' Perico se burló: ``Mira chiquita, yo te conozco y sé muy bien que no crees en aparecidos''.
Pedí explicaciones. ``Ay, niño, ya sabes cómo es la gente. Dicen que en la accesoria murió una mujer de la mala vida, pero que antes enterró todo su dinero en la accesoria porque no quiso dejárselo a los huerfanitos. Esa mala obra no la deja descansar. Cuentan que en las noches golpea la pared, en el sitio donde enterró su tesoro. Desea que quien lo encuentre se los lleve a los padres de San Javier''.
Emocionada, Clarita repitió y luego hizo un comentario: ``Si yo encontrara ese tesoro, ni loca iba a dárselo a los padres. Me compraría una casa y un coche''. ``Tú siempre con tus estupideces: tu casa. ¿Cómo crees que íbamos a gastar el dinero en eso cuando podríamos poner un negociazo?'', gritó Perico sintiéndose gran hombre de empresa. Mi tía los calló a los dos: ``¿Qué les pasa? Si mi papá llega a encontrarse el tesoro tendrá que dármelo a mí, después de todo soy su única hija''. Afectado en sus intereses, Perico se tomó la revancha: ``¿Ah, sí? Pues entonces te corresponde a ti irte a vivir con don Juan''.
Mi tía no se dio por vencida: habló de sus raíces, de su casa, de sus muebles y de sus clientas a las que les hace sus vestidos. Al fin se protegió con un argumento impecable: ``Aunque quiera, no puedo irme con él. Para ciertas cosas, él va a necesitar la ayuda de un hombre... Pero no te preocupes. Jamás pensé en ti porque ya sé que contigo no cuento para nada''. Perico estada decidido a salir de dudas de una vez por todas: ``Si no estabas pensando en mí, ¿entonces en quién?'' Mi tía se volvió a mirarme: ``En el niño. ¿Verdad que tú si te irías a vivir con tu abuelito?''
La idea me gustó tanto que me quedé sin palabras, pero mi tía interpretó mi silencio como prueba de mi inseguridad: ``Bueno, eso no ocurrirá mañana ni pasado. Ahorita no sabemos cuándo volverá tu abuelo; es más, ignoramos lo que Nuestro Señor le tenga destinado'', y suspirando se persignó.
El domingo, inesperadamente, regresó mi abuelo Juan a la casa. Nunca antes lo había visto, pero cuando abrí la puerta supe que era él: enseguida descubrí las marcas heredadas por sus oficios y sus enfermedades. Apenas tuve tiempo de saludarlo porque todo el mundo lo abrazó y le reclamó que no nos hubiera dado oportunidad de ir a recogerlo a las puertas del reclusorio: ``No quise molestarlos'', fue lo único que respondió mi abuelo.
Enseguida Perico desocupó el sillón atestado de periódicos para que mi abuelo descansara; Clarita le ofreció un vaso con agua de jamaica; mi tía iba de un lado a otro, cerrando puertas y ventanas para evitar las corrientes de aire que pudieran hacerle daño a su papá.
Todas aquellas atenciones me convencieron de que mi abuelo era bien venido, por eso me sentí tan mal cuando al entrar en la cocina oí la discusión entre mi tía y Clarita; una a otra se culpaban por no tener un alojamiento para mi abuelo. Por cierto, esa noche él durmió en mi cama y yo --envuelto en cobija aparte-- en la de mi tía. La sentí darse vueltas. Le pregunté qué le pasaba. ``Estoy preocupadísima. ¿Te irías a vivir con tu abuelito a la accesoria? Tú sabes que aquí ya no cabemos. Será mucho peor cuando nazca el niño de Clara.''
No pude contestar rápido. Mi tía aprovechó para pintarme un cuadro maravilloso: ``Les arreglaremos el cuarto muy bien, tendrán su tele, comerán y cenarán aquí; en la nochecita regresarán a la accesoria. ¿Qué dices?'' ``Que está bien, contesté. Como que no te siento muy entusiasmado. ¿Qué pasa? No me digas que creíste lo de la mujer de rojo? ¡Tonto! Los muertos no vuelven... pero si de casualidad una noche oyes algo, me avisas''. Los dos nos reímos.
Ahora comprendo que mi abuelo oyó la conversación porque a la mañana siguiente pidió que le buscáramos un cuarto. Mi tía se hizo la mortificada, Clarita lloriqueó. Perico fue el único sincero: mencionó la accesoria de Aztlán. Luego, él mismo se encargó de todas las reparaciones y hasta de la mudanza. El día que nos dejó instalados a mi abuelo y a mí, antes de despedirse mi primo me regaló cincuenta pesos: ``Por si necesitas comprarle alguna medicina al viejo. Oye, por cierto: si se te aparece la muertita, me das el pitazo volando''. Perico lo dijo riéndose pero sé que no hablaba en broma. En la noche Clara nos visitó con el pretexto de adornarnos la tele con una carpetita. Antes de irse me llamó aparte y me hizo prometerle que buscaría en el cuarto pistas hacia el tesoro.
Perico y Clara son ambiciosos, pero mi tía es peor persona. Ella no me dice las cosas claramente, pero cada mañana que llegamos a su casa me pregunta: ``¿Seguro que durmieron bien? Hubo mucho escándalo en la calle''. Le digo: ``No oímos nada, ni siquiera un ruidito, ¿verdad abuelo?'' Mi abuelo Juan no sabe mentir y prefiere quedarse callado.