La Jornada Semanal, 23 de febrero de 1997
La otra tarde recordé a dos amigos que, en sus tiempos
universitarios, habían robado una librería, aprovechando
que uno de ellos andaba en silla de ruedas. Los recordé cuando
pasé por los botaderos de la librería que asaltaron y vi
que los tomos de las obras completas de Freud, por las que
habían arriesgado la libertad, se remataban al tres por uno. No
pude evitar cierta compasión por ellos: no sólo los
robaron, sino que los leyeron y ahora son terapeutas, en un momento en
el que ya nadie requiere de sus bendiciones.
Sustitutos del confesionario, los consultorios de psicoanalistas en México tuvieron una corta era de furor masivo, hasta donde la clase media y alta pudieron pagar sus tarifas. Fue en la época en que se acuñó aquel chiste: el neurótico es el que construye un castillo en el aire, el sicótico es el que vive dentro de ese castillo y el psicoanalista de ambos es el que pasa cobrando el alquiler. Hubo un tiempo en que no asistir a terapia era como no ser hijo de padres divorciados, es decir, estar fuera de moda. Pero estoy seguro de que la decadencia de las legitimidades sociales del psicoanalista fue provocada por un pequeño defecto de su método: ser una confesión sin probabilidades de absolución. Si algo caracterizó a las mujeres de clase media y alta en los consultorios psicoanalíticos fue el ansia de se absueltas, de normalizar sus autobiografías, de obtener respuestas fáciles al hastío privado. Y si el psicoanálisis no les ofreció a estas mujeres el perdón, sí lo hicieron los brujos de la superación personal, para quienes todo depende de la voluntad.
Si en el psicoanálisis el lenguaje es la culpa, en la retórica de la superación personal la culpa no existe sino como "algo que no intentaste lo suficiente hoy". Si para el psicoanálisis hay una preocupación historizante por conocer, en la superación personal todo reside en construir una personalidad cuya única característica es que parece a gusto consigo misma.
Hoy estamos hablando de los psicoanalistas como ayer lo hacíamos de los marxistas. Como los marxistas, los freudianos lograron penetrar en amplios grupos de la sociedad mexicana con sus discursos y divisas centrales ųirremediablemente cariaturizadas en el seno de la multitudų y reformaron algunas conductas sociales básicas, como las relaciones de los hijos con los padres o la revaloración de las preferencias sexuales o del derecho al goce. Pero una vez universalizadas sus principales divisas, ambos movimientos culturales fueron sustituidos por sus dobles degradados: el marxismo fue intercambiado por una muy caritativa "preocupación social" por los pobres, y el psicoanálisis fue abandonado por consejos para vivir mejor, es decir, para resignarse a la miseria con una sonrisa indeleble. Ambos sustitutos, a diferencia de los sustituidos, pueden coexistir en el clima cultural de México en los noventa: preocuparse por los pobres y resignarse a la propia pobreza son las dos mejores formas de viajar en el Metro.Ambos sustitutos son hijos de la superficie, mientras que los sustituidos lo son de la profundidad. Si, como escribió George Steiner, para los marxistas "cualquier mendigo era un príncipe de la posibilidad", para los psicoanalistas hasta lo no dicho era un principio para conocer. Los marxistas creyeron que podían actuar el destino y los psicoanalistas creyeron que podían decirlo. Pero a finales del siglo venimos a descubrir que bajo los hombres y las mujeres no fluyen fuerzas históricas o pulsiones siempre encubiertas, sino que son pura superficie, algo que sólo los expresionistas abstractos pudieron adivinar. Ambos, marxistas y freudianos, cometieron un mismo y grave error: sobrevaloraron a los hombres.
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La aplicación de las claves freudianas a la historia mexicana es una de esas ideas que se hicieron verdaderas a sí mismas. Me refiero a aquello de que el-español-en-celo-que-violó-a-la-india tiene algo que ver con los que por un azar nacimos en este país. La idea psicoanalítica es que los mestizos son hijos de una madre insatisfecha y de un padre ausente, y tienen necesidad de afirmar su masculinidad, vía el machismo, la reverencia y el rencor intercambiables, frente a lo extranjero, es decir, que la Conquista como chinga tumultuaria nos bautiza a todos como hijos de lo mancillado jamás limpiable. Este, nuestro mito de Edipo, es una ficción útil, una mentira que sirvió de contrapeso a la imposición de una identidad nacional desde el cine, donde lo jalisciense ųel charro, el tequila y el mariachių se generalizó al resto del país. De hecho, mientras se consolida esta jalisquización de México en la figura de los charros-cantores, la preocupación por lo mexicano como necesariamente deforme ųy, a veces, informeų va tomando espacios: en los cincuenta, Rulfo niega al Jalisco oficial y nos lo presenta como un pueblo fantasma arrasado por la Revolución. Será la primera frase de Pedro Páramo la que se repetirán los críticos de esa nacionalidad tequilera. Ahí donde Jorge Negrete se siente "un hombre de verdad", los psicoanalistas sociales verán tentaciones homosexuales, ahí donde Jorge Negrete canta las glorias de la República con forma de "cuerno de la abundancia", los críticos verán disposición al malinchismo y a la subordinación mental frente a lo estadunidense o europeo, y ahí donde Jorge Negrete abraza a su nana, los suspicaces verán exceso de madres, lactancia hasta los diecisiete años y revueltas contra el padre fantasmal. Es en su condena a la Conquista de México, origen de culpas y deseos, que los terapeutas sociales compartieron su mitología de una memoria insoportable con los funcionarios nacional-revolucionarios. Así como el psicoanálisis nos brindó la oportunidad de elevar el nivel de humillación en las peleas conyugales ųdecirle a tu pareja: "tienes una fijación en tu etapa anal" es uno de los insultos más incontestables con los que contamosų, el psicoanálisis del mexicano nos trajo la posibilidad de ver cripto-homosexuales en todo borracho valiente, o en toda fiesta de muertos un desplazamiento de odios paterno-coloniales. Si algo, estas maniobras psicoanalíticas que construyeron "lo mexicano" nos dieron los medios para vengarnos del charro siempre inaccesible: valiente, apasionado y sincero.
Pero hoy que se deslava el nacionalismo paraestatal basado en tres episodios de la historia patria ųConquista, Independencia y Revoluciónų, los otros tres fundamentalismos ųel de la religión católica, el de los regionalismos y el del Progreso por la fuerzaų nos hablan de diversos tipos de identidad colectiva, intolerantes, proclives a la violencia y desligados de la memoria, muy distintos a aquel del pícaro mestizo de Samuel Ramos. El signo de la identidad prevaleciente: la turba refrendando la existencia de apariciones milagrosas o monstruos mitológicos, y la renovada creencia en la fuerza de las armas para reinstaurar el orden y las jerarquías perdidas. Frente a los ominosos signos de identidades más arraigadas que las de mito de la madre mancillada, el viejo nacionalismo paraestatal se desgasta en un solo vestigio: las cada vez menos concurridas celebraciones en el Ángel de la Independencia cuando la selección nacional gana, empata, o pierde un partido de futbol.
Los mariachis callaron
ƑQué se ha perdido entre el robo de libros de Freud y su repentina aparición en los botaderos? Quizá la idea, tanto freudiana como marxista, de que las palabras iban adelante de las cosas, es decir, que la historia del mundo y de los individuos se podía corregir, que el futuro podía ser "mejor" que los hombres que lo hacían. Ambos movimientos se erigieron en correctores del error, introdujeron en el lenguaje de la multitud un malestar que parecía insoportable, legitimaron el conflicto y, durante un tiempo, permitieron pensarnos como síntomas parlantes que fundábamos y obstaculizábamos, a la vez, el destino individual y colectivo. Los locos y los ilusos invadieron las artes y lo marginado pasó a ocupar el puesto de lo temido y venerado en los altares laicos del clan. Pero todo acabó por cansarse. Hoy, los estertores culturales se reducen a sentirnos bien con nosotros mismos.
La materia básica con la que el psicoanálisis y las explicaciones universalizantes de la historia mundial elaboraban sus sujetos, se ha trastocado sin remedio: el lenguaje. Hemos perdido la posibilidad de la metáfora, fantasma esencial del trabajo de los psicoanalistas. La metáfora se extravió en el instante en que la literalidad de la violencia tomó su lguar: los fascistas y los estalinistas llevaron a la práctica lo que decían, organizaron la matanza con el bondadoso fin de terminar con la historia. Y esa literalidad fue la perfecta contraparte de la demagogia de los demócratas del markting, con quienes perdimos el sentido de las palabras: unos y otros se autonombran tolerantes, libertadores o bienhechores, y la paz, si no fuera por el nombre, no sería muy distinta de la guerra. Todos pueden decirse dispuestos al diálogo o preocupados por la estabilidad y el bienestar porque el lenguaje ha perdido su significado colectivo. Y, en algún lugar de la muralla kafkiana, los economistas neoliberales hablan de un espacio llamado macroeconomía, que no viene en los mapas y cuyos avances prodigiosos son simples números autónomos de cualquier realidad. Por eso los funcionarios neoliberales le llaman a sus logros "indicadores económicos", porque no indican nada, salvo su propia indicación. Entre la pérdida de la metáfora, la relativización absoluta del significado de las palabras y el mundo virtual de la economía globalizada, los locos y los ilusos fueron despojados de su lenguaje. Por eso se han quedado mudos, y la audiencia pasea desdeñosa frente a los remates de sus obras completas.