La Jornada Semanal, 23 de febrero de 1997
ƑEn realidad era hermosa? ƑCómo era? En la nueva cosecha de
libros sobre Evita podemos contemplar durante horas las
fotografías ųnunca suficientesų sin encontrar
respuesta. Pronto sabremos que era idéntica a Madonna; sin
embargo, por el momento sólo podemos decir que, una vez
convertida en Evita, su imagen pasó a otro orden de existencia:
quizás el de una virgen o el de una santa. Una trémula
aparición, con atributos antes que con facciones: el luminoso
impacto del cabello teñido de dorado, algo espectral en los
ojos, el éxtasis persistente y triste de la sonrisa. Los
carteles, las fotografías, los documentales borrosos lo
confirman: no fue una persona sino un gesto personificado.
No así en las primeras fotos. Veamos, por ejemplo, un retrato del libro Eva Perón, una nueva biografía escrita por Alicia Dujovne Ortiz (Aguilar, Buenos Aires), que la muestra en los días anteriores a que su peluquero descubriese que la Historia exigía que Evita fuera rubia. Es de mediados de 1944, cuando, gracias en buena medida al hábil manejo de ciertas influencias, Eva Duarte, la actriz de provincia, marcada por un incorregible acento proletario y ademanes de una vulgaridad sin remedio, acaba de obtener su primer papel estelar en la película La cabalgata del circo. En la foto publicitaria, los tirabuzones de cabello oscuro enmarcan un rostro pálido de labios un tanto delgados. La nariz muestra a la mitad una leve protuberancia, pero los ojos son grandes y tienen una expresión agradable. Un inmenso moño adorna de manera estratégica un busto notoriamente llano, pero no logra disfrazar la falta de porte de la actriz. No proyecta sexualidad alguna y nada en el retrato indica que la personalidad pública de Eva Duarte pudiera ser memorable. Esta impresión se confirma con la palabra más benévola con que los críticos describieron su actuación: "discreta". En verdad, nada en la imagen sugiere trascendencia.
No obstante, el conocimiento que tenemos ahora del destino de Eva Duarte es tan intenso que resulta casi imposible creer que cuando le tomaron la foto ella no supiera, como nosotros, que esta muchacha insulsa y a todas luces carente de talento, nacida ilegítima y pobre, pronto se convertiría en Evita. Para alguien con ambiciones menos desaforadas habría resultado lógico pensar que 1944 era el año cumbre de su vida: tenía un estelar en una película, un departamento repleto de adornitos, un modesto renombre y un nuevo amante ųun militar de mucha importanciaų con el que estaba total y apasionadamente comprometida.
El encuentro entre Eva Duarte, aspirante a estrella de radionovelas, y Juan Domingo Perón, coronel golpista, es asunto de leyenda. Por lo mismo, es imposible tener certeza alguna al respecto ųpor ejemplo, en cuanto a la fecha y las circunstancias de su primer encuentro. La mayoría de los testimonios, incluido el de Perón, aseguran que la reunión se dio el 22 de enero de 1944, durante un acto a beneficio de las víctimas de un terremoto. Organizaron el espectáculo los mismos coroneles que seis meses atrás habían derrocado al gobierno civil. Por esos días, Eva Duarte había pasado una larga temporada sin figurar en alguna de las radionovelas que eran la base de la radio argentina. Ya en otras épocas le había tocado soportar sórdidas entrevistas de trabajo que típicamente acababan en un diván, pero ahora tenía empleo gracias a su nuevo amigo, el teniente coronel Aníbal Imbert, encargado por el régimen militar de la Oficina de Correos y Telégrafos (y de las comunicaciones en general). Imbert le había conseguido el papel estelar en una nueva serie radiofónica basada en la vida de mujeres célebres (Isadora Duncan, la reina Isabel I de Inglaterra, Madame Chang Kai-Chek), pero fue Eva quien, atraída por la retórica populista del nuevo gobierno, y siempre a la caza de oportunidades para sobresalir, se las ingenió a fin de ocupar el puesto de vocera de la Asociación Argentina de Radio y hacer acto de presencia en funciones como aquella en beneficio de los damnificados por el terremoto de San Juan.
En Eva Perón, Alicia Dujovne cuenta las distintas versiones de cómo, durante aquella trascendental velada, Eva Duarte se encontró en uno de los dos asientos vacíos de la tribuna, al lado de Imbert, quien esperaba a su amigo Juan Domingo Perón. (El relato más divertido proviene de Roberto Galán, maestro de ceremonias para el espectáculo. Galán asegura que Eva se colocó al pie del estrado, lo jaló del pantalón y le dijo: "Galancito, por favor anunciáme, que quiero declamar una poesía.") Dujovne especula sensatamente que tal vez haya sido el propio Imbert ųharto ya de la personalidad ansiosa y posesiva de Evaų quien la presentó a Perón en una fiesta meses antes. Pero en la deslumbrante novela Santa Evita (Joaquín Mortiz, México), Tomás Eloy Martínez narra la historia como tendría que haber sucedido, y según se la refirió hace muchos años en Madrid un Perón ya envejecido: el amor de Eva ya era suyo incluso antes de que se conocieran. Era obvio que el Coronel, encargado de las relaciones con los trabajadores, se estaba convirtiendo en la verdadera autoridad del nuevo régimen. Se veía espléndido en su uniforme. Su sonrisa era benévola y viril. Sus discursos radiofónicos la habían embelesado. ("Sólo soy un humilde soldado al que le ha cabido el honor de proteger a la masa trabajadora argentina.") Ella tenía 24 años; él 48. En la tribuna, sentada al lado de Imbert, Eva volvió sus grandes ojos oscuros hacia Perón, que se disponía a tomar asiento.
ųCoronel.
ųƑQué, hija?
ųGracias por existir.
Logró que se fijara en ella. El Coronel era ambicioso pero apático, astuto pero distante, y, como lo comprobarían los hechos, le interesaban pocas cosas aparte de sí mismo, la política relacionada con él, sus french poodles (y una amante de catorce años con la que se lió tras la muerte de Eva y a quien le escribía animadísimas cartas acerca de los perritos). Pero Eva logró penetrar en la vida emocional de Perón, hasta entonces estéril, porque desde su primer encuentro se le ofrendó con devoción religiosa. A partir de entonces, y pácticamente hasta su último aliento ocho años después, cuanto hizo Eva Duarte, en público o en privado, fue de una u otra manera un acto de devoción hacia él, un sahumerio de mirra e incienso. "šMi vida por Perón!", gritó mil veces ante las multitudes que la aclamaban. Después murió. Podrían trazarse paralelos entre su vida y las de otras mujeres obsesivamente ambiciosas que se han abierto paso hasta salir de la pobreza e ingresar en el mundo de la fama a través de la hábil e incansable manipulación de sus propias imágenes ųMadonna, por ejemploų. Pero en vez de eso, la memoria popular encuentra paralelos entre la existencia de Evita y las vidas de los santos, porque todo lo que hizo fue en nombre de otro.
En vida, Evita fue y quiso ser sólo un instrumento de Perón. (Muerta, adquirió vida propia, pero ya llegaremos a este punto.) Hacia el final, alguien le redactó una autobiografía (ella apenas sabía escribir), que tiene por título la frase con la que se refería a Perón en todos sus discursos: La razón de mi vida. En privado, ella hablaba de su marido con mayor efusividad aún. En su excelente prólogo a la versión inglesa de otro texto escrito para Evita mientras agonizaba, In My Own Words (En mis propias palabras), publicada por New Press en 1996, Joseph Page cita una carta que le escribió a Perón: "Esta noche quiero dejarte ante todo este perfume para que sepas que te adoro si es posible hoy más que nunca, porque cuando estaba sufriendo sentí tu afecto y tu bondad tanto que hasta el último momento de mi vida te lo ofreseré (sic) en cuerpo y alma, porque vos sabés que estoy perdidamente enamorada de vos, mi viejo adorado." Según lo que se sabe, el temperamento sexual de Perón era más bien tibio. Dujovne supone, sin decirnos la razón, que Eva Duarte a su vez era frígida. Pero no se puede dudar de la naturaleza apasionada y romántica de su entrega a su marido. Por un afortunado accidente de la historia su pasión se vio alimentada por las mismas emociones que llevaron a millones de argentinos a adoptar lo que Eva bautizó como la fe peronista.
Los hechos de la infancia de Evita se ajustan a las biografías de los pobres a quienes llegó a representar: fue, como tantos otros, hija de una mujer desposeída que por conveniencia, y quizá también por amor, se hizo amante de un hombre rico y poderoso. (Juan Duarte, terrateniente y pequeño caudillo rural en Los Toldos, a unos cien kilómetros al oeste de Buenos Aires, era casado. Juana Ibarguren era la mujer con la que pasaba la mayoría de sus noches y la madre de cinco de sus hijos, de los cuales Eva María, nacida en 1919, fue la menor.) Como infinidad de niños producto de este tipo de relaciones, en un país donde la pedantería de la clase alta alcanza extremos de refinamiento y de crueldad, Eva sintió la humillación de ser bastarda. (A Juana Ibarguren y a sus hijos, que vivían en una casa de una sola habitación, se les prohibió asistir al distinguido funeral de Juan Duarte. Sólo pudieron despedirse fugazmente del cadáver.) A los quince años, Eva emigró a Buenos Aires y, al igual que tantos nuevos residentes de la capital, buscó allí oportunidades sin hallarlas.
Compartió con su clase social un resentimiento que la consumía y que lo abarcaba todo, precisa contraparte del furibundo desdén con que la clase gobernante veía a la plebe. Pero, lo que es más importante, ni ella ni sus compañeros de pobreza eran dados al fatalismo. La Argentina en la que creció Eva Duarte era una nación de nuevos inmigrantes ųcampesinos italianos anarquistas, tenderos españoles socialistas, comerciantes alemanes conservadoresų que al emigrar habían importado su visión política, y que creían firmemente en su derecho a comprarse una vida más próspera con su sudor y su esfuerzo.
Perón fue su catalizador. Él también había nacido fuera de matrimonio y buscaba su ascenso social en el ejército. Fue un político cínico que por sistema enfrentaba a sus seguidores entre sí, a veces con resultados trágicos. Su concepto autoritario del gobierno seguramente nació de su intensa admiración por Franco y por Mussolini. Bien puede ser que él (y Eva) hayan dado refugio a los nazis que huyeron hacia Argentina tras la caída de Hitler, a cambio de una parte significativa del tesoro del Tercer Reich ųen su biografía Dujovne se esfuerza por comprobarloų, pero generaciones enteras de argentinos han prestado oídos sordos a estas acusaciones debido a todo lo que les dio Perón: un movimiento político que legitimaba y ennoblecía a los pobres y una reestructuración decisiva del Estado que, al nacionalizar recursos fundamentales, establecer generosos programas de asistencia social e institucionalizar una relación de complicidad entre las organizaciones sindicales y el gobierno, transformó a la Argentina de vaca lechera de los ricos a vaca lechera de los pobres. Cuando Evita le dio las gracias por existir, Perón era sólo uno de tantos coroneles en ascenso. Sus discursos no revelaron, ni entonces ni nunca, el nivel de pensamiento político que se convierte en programas consistentes, o que en otras partes del mundo sirve para interpretar la realidad. Pero no se le puede descartar como un simple demagogo. Imaginó una Argentina libre: un país que bajo su conducción verticalista lograría mantenerse al margen de ambos bandos en la Guerra Fría. Una nación en donde prevalecerían la ley y el orden, el gobierno se haría cargo de las necesidades de sus ciudadanos y el esfuerzo de los trabajadores obtendría el respeto que se merece. En ese sentido, Perón fue revolucionario y Eva Duarte, al igual que millones más, respondió instantáneamente a su llamado. En cuanto a su personalidad equívoca y distante (a Perón le gustaba describirse a sí mismo como un "león herbívoro"), también resultó ser virtud, porque lo convirtió en un recipiente vacío que Eva llenó con su fe.
El papel que Eva Duarte habría de jugar en la historia se definió apenas unos meses después de su primer encuentro con el Coronel. Un día, ella fue motivo de burla para las mujeres de la clase altaque sistemáticamente se dedicaban a sintonizar su programa: Mujeres Célebres. ("šLo que nos divertía aquella voz guaranga que hacía de emperatriz [Catalina de Rusia] con tono tanguero!", dijo una de ellas.) Al día siguiente de aquel acto de enero del '44 quedaba asegurado su papel estelar en la película La cabalgata del circo, porque ya era la amante oficial de Juan Domingo Perón, a quien nunca se le conocieron arrebatos pasionales y, sin embargo, alquiló un departamento en el mismo edificio donde vivía Eva para poder estar cerca de ella sin violar el código moral. No era fácil ni agradable vivir con su nueva amante: Eva era dada a las rabietas, le exigía a Perón en público que se casara con ella, y pronto demostró su desprecio hacia todos sus aliados políticos, excepto los devotos más serviles. Pero resultó que, a pesar de todo esto, Eva era la compañera ideal de Perón, porque lo obligó a salir de su apatía. Él no tardó ni semanas en tomar la medida al genio político de Eva y reclutarla para su campaña. Observaba con aprobación cómo ella se forjaba una nueva personalidad pública.
La biografía de Alicia Dujovne ųaunque a menudo se ve limitada por la falta de fuentes acerca de temas controvertidos, así como por la irritante obsesión argentina hacia los seudo-freudianismosų, resulta invaluable cuando describe el proceso de autocreación de Evita. Primero cambió de vestuario en 1945. Dujovne cita un testimonio de Francisco Jamandreu, modisto de las estrellas: "No pensés en mí como en tus clientas ųle dijo Evitaų; en mí habrá desde ahora una doble personalidad; por un lado la actriz; ahí mariconeá hasta el más allá; lamés, plumas, lentejuelas. Por otro lado, lo que este mandón quiere hacer de mí, una figura política. Acá empezamos: para el primero de mayo tengo que ir con él a una gran concentración, la gente hablará hasta por los codos, es la primera aparición de la pareja Duarte-Perón. ƑQué me vas a hacer para esa ocasión?"
Jamandreu optó por un traje sastre Príncipe de Gales con doble abotonadura y cuello de terciopelo, tan práctico y elegante que había que tomar en serio hasta a la misma Eva Duarte mientras estuviera enfundada en él.
Después vino el cabello. La primera foto de Eva rubia apareció en una revista del primero de junio de ese mismo año. Escribe Dujovne:
"Las tinturas aún no habían adquirido su perfección actual y ese color exagerado no pretendía parecer natural. Era un oro teatral y simbólico que tenía la función de las aureolas y los fondos dorados en la pintura religiosa de la Edad Media... A partir de ese momento puliría y afinaría su personaje, suprimiendo de a poco los excesos ornamentales: los rulos en forma de banana, después los vestidos floreados."
Utilizó su nuevo look durante los meses siguientes, mientras recorría el país pronunciando discursos a favor de Perón, y probablemente lo hizo también durante la tercera semana de octubre de 1945: una semana crucial en el destino del Coronel. Los militares que junto con Perón habían derrocado al gobierno civil le objetaban, entre otras cosas, su renombre cada vez mayor, sus tendencias populistas y la impertinencia de su amante. Lo arrestaron el 13 de octubre y la medida contó con cierto apoyo: Eva fue brutalmente abofeteada ese día por estudiantes universitarios de clase media. Pero el 17 de octubre los trabajadores peronistas confluyeron sobre Buenos Aires desde todos los rumbos del país y en cantidades que sobrepasaron las expectativas hasta del astuto Coronel. Aún es motivo de debate si Evita los organizó o no. (La evidencia sugiere que no, pero esta es una conclusión hereje tanto para los peronistas como para los antiperonistas.) Lo que sí se puede asegurar, es que Perón no hizo sino quedarse tranquilo en el cuarto del hospital militar donde estaba prisionero, soñando con desposar a Eva y alejarse de la política para siempre. Sin embargo, sus enemigos decidieron sorpresivamente que, ante el tumulto que exigía su liberación, sólo cabía soltar a Perón y convocar a elecciones. Perón las ganó holgadamente con la ayuda incesante de la mujer que a partir de entonces fue conocida como Eva Duarte de Perón, porque poco después de su triunfo de octubre El Conductor, como ahora le llamaban, por fin se había casado con ella. A cambio del matrimonio, Eva abandonó su carrera de actriz.
Si esta fuera la crónica de la vida de un hombre, nadie preguntaría de qué color era el traje que usó para la toma de posesión. Pero esta es la crónica de una mujer latinoamericana de los años cuarenta que tenía un interés obsesivo por la ropa, las joyas, la autopresentación, y que también era extraordinariamente sensible a las expectativas que tenían de ella sus seguidores. "A los pobres les gusta verme linda. No quieren que los proteja una vieja mal vestida." La transformación de Eva Duarte estaba casi lograda, pero aún se cometerían errores. Después de que Perón tomó el poder, mandó a la Primera Dama en un viaje de buena voluntad por Europa. Allí, Eva provocó una oleada de delicioso espanto entre la sociedad parisiense cuando, durante una recepción en su honor, apareció enfundada en un vestido de lamé dorado sin tirantes, digno de una cocotte. Pero cuando volvió a Buenos Aires, había dejado sus medidas con Christian Dior para un juicioso guardarropa completo. Y su confesor, el padre Hernán Benítez, la convenció por fin de que renunciara a todo su maquillaje, excepto el lápiz de labios. Como señala Dujovne, el efecto de este acto de contrición fue transformarla en una mujer eternamente elegante. Entonces el mismo peluquero que la había vuelto rubia le recogió el cabello, dejó al descubierto su frente amplia y su pálido rostro, y le tejió una apretada trenza, sujeta en un brillante chignon en la nuca. Por último, Eva María Duarte de Perón modificó su nombre. En la Argentina es poco común que a una mujer se le conozca sólo por el apellido de su esposo, pero ella quería llamarse Eva Perón, ser una Perón por derecho propio. Se había reducido a lo esencial y se había vuelto una de las mujeres más poderosas de Argentina y del mundo entero.
Evita perdura en la memoria no por su aspecto sino porque lucía bella, enjoyada y radiante en el acto mismo de consumirse en las llamas de su dovoción por su marido y por los pobres. El notable cambio en su apariencia encierra un significado histórico, y Dujovne tiene razón en ligar las modificaciones exteriores de Evita al desarrollo de su personalidad. Pero toda la labor investigativa de la autora no logra explicar la metamorfosis esencial de Eva Perón: de la advenediza actriz de poca monta que era a los veintiséis años (la edad que tenía cuando Juan Domingo Perón ascendió por vez primera al poder) a la penitente que se sintió obligada a asumir como propio el sufrimiento de una nación. ƑEn verdad Evita siguió siendo Eva Duarte tras lograr liberarse de aquel acento delator? ƑCuándo fue más sincera: cuando le insinuó a una dama de sociedad que le encantaría recibir como obsequio su collar de diamantes, o cuando regalaba sus joyas a los pobres? La sufrida madre de todos los argentinos, Ƒera la misma mujer que la implacable activista política? Si no es así, Ƒquién murió? (Desde luego, hay quienes piensan que Evita aún vive; la posibilidad de su reencarnación es un rumor que de tiempo en tiempo se enciende en Argentina.)
De cualquier forma, es tan difícil describirla para los que piensan que su espíritu vive como para quienes la conocieron y detestaron en persona: era ambiciosa, indomable, y tan calculadora que orquestó sus actos de caridad paradistraer la atención del dinero que ella y su marido acumulaban secretamente en Suiza. O, por otra parte, al conocer a Perón experimentó una conversión espiritual que le permitió canalizar la voz de las masas trabajadoras. Quizá sea el caso que tuvo su conversión espiritual y siguió siendo codiciosa, indomable, etcétera. Y también ignorante. Si Perón tenía poca idea de cómo utilizar la riqueza de su país para generar una auténtica prosperidad nacional, o de cómo crear un Estado verdaderamente representativo, Eva, con su juventud, su educación rural que no pasó del sexto grado, y su cercano pasado de frivolidad, no tenía ni la más mínima noción. Hizo lo que pudo con la irresistible posibilidad que se le otorgó de hacer el bien. Y al mismo tiempo quiso encarnar una fantasía que se remontaba a la época en que emigró a la capital, impulsada por el sueño de ser igual a Norma Shearer, su ídolo, en el papel de María Antonieta.
El mito peronista dicta que Eva y los pobres sentían una identificación mutua porque ella también había sido pobre. Pero uno se pregunta si no sería que los pobres se identificaban con su ira y la alimentaban, a su vez, con su amor, y si no fue la insoportable tensión en la convergencia de estas dos emociones lo que la condujo a la muerte.
En 1952 Eva Perón murió de cáncer uterino porque se negó a operarse cuando le diagnosticaron la enfermedad en 1950. No tenía tiempo, dijo. Estaba demasiado ocupada convenciendo a políticos recalcitrantes para que apoyaran las reformas peronistas, cabildeando al mismo Perón para que impulsara en el Congreso el derecho de las mujeres al voto, y alabándolo a lo largo de todo el país en discursos cuyo sabor tenía no poco de la lacrimosa actriz radionovelera que había sido ("Yo vengo del pueblo; este rojo corazón que sangra y llora y se cubre de rosas cuando canta") pero cuya intensidad era avasalladora.
Todo esto lo hacía en su tiempo libre. Una vez llegado al poder, Juan Domingo Perón llevaba una vida ordenada, dormía tranquilo por las noches y presidía el gobierno, como toca a los hombres. Su mujer trabajaba hasta el alba, casi no dormía y por la mañana ųimpecablemente vestida, perfumada y adornada con diamantesų salía rumbo al Ministerio del Trabajo, donde tenía un despacho, pero ninguna posición oficial. (Eva jamás tuvo un cargo en el gobierno.) En el gran vestíbulo del Ministerio, los pobres (mis pobres) ya la esperaban. La misma escena se repetía diariamente: una fila de suplicantes, entre ellos los cojos, los mancos, los indigentes, seguida por un tumulto de ayudantes armados con libretas. Y tras el enorme escritorio, radiante y siempre bondadosa, la Señora Eva. ƑUna anciana necesitaba una dentadura? Hecho. ƑUna tímida pareja venía a suplicar que se le diera un ajuar para la novia? Hágase. Cuando se agotaba el dinero, ella se quitaba un broche de diamantes y lo entregaba. Perón tenía horror al contacto físico. Eva besaba a los leprosos. También llevaba niños pobres infestados de piojos a la residencia oficial para bañarlos ella misma y someterlos a una cura de reposo. Creó un sindicato de trabajadoras domésticas; construyó hospitales, orfanatorios y un hogar para muchachas que emigraban sin dinero a la gran ciudad, tal y como le había sucedido a ella.
Joseph Page escribe que, aun cuando la salud de Eva se deterioró, la Fundación Eva Perónųun conducto creado por Evita para realizar sus múltiples trabajos socialesų creció hasta convertirse en una "gigantesca empresa que dominaba virtualmente toda actividad de caridad, pública y privada, y se extendía hasta el campo de la educación y la salud." Dujovne, quien señala que jamás se ha podido comprobar un cargo de malos manejos en contra de la Fundación, opone otra querella: que las obras de Eva ųel hogar para muchachas de provincia, por ejemplo, en el que cada piso estaba decorado en un estilo diferente: provinciano, seudoinglés, imitación Luis XVų no eran sino caridad a lo nuevo rico. La "idea fundamental que Evita martillaba en la cabeza de los desposeídos y los humillados", prácticamente obligándolos a dormir en camas con sábanas bordadas de encaje, escribe Dujovne, es que ellos merecían semejantes lechos.
Ya desde el tercer año de la primera presidencia de Perón, Evita estaba muriendo, y la proximidad del fin la hizo aun más vehemente. Toda la fama y la gloria acumuladas no habían logrado apaciguar su fundamental resentimiento. Veía enemigos por todas partes. Compró algunas empresas periodísticas y cerró las que no podía controlar. Le daban accesos de ira en las sesiones a puerta cerrada con el Senado y exigía que se despidiera a cualquier funcionario que no fuera perfectamente servil. Luchó con fuerza para convencer a su esposo de que mandara fusilar a los dirigentes de un complot en su contra. (Él se negó.) En el supuesto libro autobiográfico Mi mensaje, la persona que se lo escribió puso estas palabras, muy parecidas a las de Eva: "Quienes hablan de dulzura y de amor olvidan las palabras de Cristo: `šHe venido a traer fuego a la tierra y lo que más deseo es que arda!'", y "El fanatismo convierte la vida en un permanente y heroico proceso de expiración; pero es la única manera en que la vida puede derrotar a la muerte."
Quizás en verdad decidió morir para seguir viviendo. Cuando su salud se quebrantó por completo y tuvo que aceptar que la operaran, ya era demasiado tarde. Aun en la última etapa de su enfermedad Eva seguía cambiando. De pronto Perón se volvió menos importante que la causa, y, a pesar de haber repetido infinidad de veces: "Yo no soy nada", ahora anhelaba desesperadamente la vicepresidencia. No obstante, el 22 de agosto de 1951, cuando en medio de una asamblea electrizante una multitud embravecida y llorosa ųtal vez la concentración más grande que haya habido en la historia argentinaų le rogó que fuera candidata al lado de su marido, Perón la vetó. Probablemente intuyó que la mujer que siempre había descrito como creación suya estaba por librarse de su influencia. Y, sin embargo, una vez más, Eva lo obedeció. Le quedaba menos de un año de vida, pero ya era demasiado tarde para que su receloso marido borrara su nombre de la memoria. Toda Argentina la conocía ya no como Eva Perón sino como Evita. Un solo nombre, como las santas, pero en diminutivo, como el de una persona frágil y amada. Se estaba debilitando de manera visible. Pesaba menos de cuarenta kilos.
Su último acto de voluntad en la segunda toma de protesta de Perón fue otra manipulación de su propio cuerpo. Ya estaba demasiado débil para sostenerse en pie, pero mandó construir un soporte de yeso donde logró permanecer parada durante todo el recorrido en automóvil descubierto. Ocultó el aparato bajo su amplio abrigo de pieles. (Al parecer también le enyesaron la manga derecha, porque a todo lo largo del trayecto fue saludando al pueblo sin bajar el brazo.) El 26 de julio de 1952, mientras decenas de miles de sus consternados adoradores se arrodillaban a suplicar que viviera, Evita murió. Tenía 33 años.
Tres años después, cuando el peronismo había perdido toda vitalidad, Juan Domingo Perón fue derrocado. El león herbívoro carecía de la voluntad para armar a los trabajadores con las ametralladoras y las pistolas automáticas que Evita le había comprado al príncipe Bernardo de Holanda justo para tal emergencia. En vez de resistir, Perón se marchó calladamente a su largo y cómodo exilio en la España de Franco.
Todo lo que sigue es cierto y está sustentado por hechos recogidos y expuestos de una manera casi documental en Santa Evita, la crónica novelada de Tomás Eloy Martínez sobre la vida después de la muerte de Eva Perón. Un embalsamador español contratado antes de morir Evitatransformó su cadáver en una imagen resplandeciente. (Preocupada siempre por su apariencia, en su lecho de agonía Evita pidió que le hicieran un manicure póstumo para cambiarle de rojo a natural el color del barniz de uñas.) Los peronistas idolatraron a esta efigie hasta el derrocamiento de Perón, en 1955, cuando militares derechistas robaron el cadáver. Según el libro, el embalsamador ya había hecho varias copias del cuerpo, que durante los siguientes quince años fueron parte de un juego de escondites. A los generales que derrocaron a Perón se les hizo poco cristiano deshacerse del verdadero cadáver, pero temían su poder para convocar a las multitudes en su contra, de manera que, según escribe Martínez, las copias se dispersaron por toda Argentina hasta que se pudo hallar un sitio anónimo y seguro para sepultar a Evita. En algún momento, el verdadero cuerpo le fue encargado a un mayor del ejército, quien lo encerró en su armario. Una noche, al oír pasos en la oscuridad, disparó y dio muerte al intruso. La víctima resultó ser su propia esposa embarazada. El jefe de operaciones encargadodel secuestro del cadáver enloqueció mientras lo tenía a su cuidado. Cada vez que transfería a Evita a un nuevo escondrijo aparecían en el lugar flores y veladoras encendidas. La cuidó con tal obsesión que sus alarmados superiores acabaron por internarlo en un manicomio. A fines de los cincuenta, bajo un nombre falso, enviaron el cadáver a Italia y lo sepultaron en un cementerio de Milán.
En 1971 Perón vivía en Madrid con Isabelita, su nueva esposa ųuna ex bailarina de cabaret con un incongruente aire de maestra de escuelaų y su brujo de cabecera, José López Rega. Como parte de una oferta de paz hacia el depuesto líder, cuyo movimiento seguía floreciendo en su patria aún cuando la sola mención de su nombre estaba prohibida, los militares le devolvieron el maltrecho cadáver de Evita. Isabelita lo peinó, el embalsamador original lo restauró y Perón lo colocó en su altillo. López Rega organizó una ceremonia en la que Isabelita se recostó sobre el féretro mientras el brujo intentaba transmigrar a la señora Perón viviente el alma de la difunta. Todo indica que la historia de esta ceremonia no es apócrifa; fuentes confiables así lo aseguran, y en Santa Evita Martínez hace imposible creer que haya sucedido de otra forma.
Al final, Evita ųtan desesperada por lograr que la recordáramos, tan ignorante de lo imposible que sería olvidarlaų no obtuvo, como había deseado, un mausoleo tan grande como la tumba de Napoleón. (Sin embargo, sabemos que logró el equivalente: su operística vida se convirtió en una ópera rock que ahora se ha vuelto una monumental película.) Para 1973, cuando volvió oficialmente a Argentina de su exilio español, Perón sentía por la fama de su mujer alguna ambivalencia, si no es que resentimiento. Desconfiaba de los "evitistas" que coreaban en sus mítines: "Si Evita viviera/ sería Montonera", y se hallaban a punto de pasar a la lucha armada. A su regreso, Perón no llevó consigo el cadáver errante.
El fatídico brujo López Rega se convirtió en el archienemigo de los guerrilleros peronistas de izquierda. Perón lo nombró Ministro de Bienestar Social y, desde ese cargo, creó el primero de los escuadrones de la muerte que habrían de destruir a la Argentina. Perón le concedió a Isabelita la vicepresidencia que le había negado a Eva. Ella asumió el mando tras la muerte de Perón en 1974, y de inmediato, hizo que llevaran el cadáver de Evita a Buenos Aires para que ella y Perón, lado a lado, pudieran recibir grandes honras fúnebres. Con todo Perón no había querido que lo enterraran con Eva. (Nunca la llamó Evita.) Su cadáver fue depositado en la cripta familiar de los Perón. En 1987 la tumba de Perón fue saqueada, y al cadáver le serrucharon las manos (que siguen desaparecidas hasta la fecha.)
El cadáver aún luminoso de Eva fue llevado a la cripta familiar de los Duarte en el elegante cementerio bonaerense de La Recoleta. Su cuerpo, que sobrevivió a todas las vejaciones que se le infligieron, lleva ya casi veinte años en paz. Sin embargo, es evidente que la existencia de Evita fuera de la Argentina apenas comienza. La Eva que el mundo codicia no es la misma Eva Perón que atravesó tan tenazmente la historia de su país, pero sigue siendo Evita: heroica y frágil, ambiciosa y maternal, partenogenética ųcomo toda auténtica heroínaų pero al servicio de un hombre, rebelde pero condenada por el destino, airada pero sumisa ante ese hado. Una figura resplandeciente que de manera interminable entra y sale de foco para permitirnos la especulación hipnótica que solamente provocan las verdaderas estrellas: ƑCómo era en realidad? ƑSe habrá parecido a mí?
Traducción: Laura Emilia Pacheco