La Jornada Semanal, 23 de febrero de 1997
Poner a la gente de carne y hueso en el centro de un proyecto nacional
renovado parece ser el gran desafío de este fin de siglo, que
es también el fin de un milenio y el principio de otro. La
enorme desigualdad, que Alejandro de Humboldt percibió a fines
del siglo XVIII, tiene hoy otras características pero sigue
siendo dramática: un 70% de los mexicanos son pobres y un 44%
padece extrema pobreza. Entre los más pobres se encuentran los
indios, de 56 etnias diversas, que habitan en el sur, en el centro y
en el norte. Un desarrollo viable exige recuperar la memoria. Hay que
buscar una modernización acorde con la herencia cultural, que
tienda a incluir y no a acentuar la exclusión: para que toda la
sociedad tenga voz y para que todas las voces sean escuchadas hace
falta diseñar un proyecto que incorpore las necesidades y las
aspiraciones de los que se han quedado marginados.
Un proyecto que reconozca las diferencias, y aproveche el enorme reservorio de energías latentes en ese "otro México" que sigue en vilo entre tradición y modernidad. El pueblo mexicano que camina hace visible y palpable ese sustrato del país tradicional, que ha fluido imperturbable por debajo de todas las modernizaciones. Entre antenas parabólicas, tendidos de luz eléctrica, autos que llevan prisa, autobuses atestados, en la capital más grande del mundo el "otro México" camina, llevando a cuestas su pobreza, pero también su esperanza.
En la secuencia bien montada de un testimonio fílmico excelente hay, creo yo, una carga emocional a la que es difícil resistirse. Lo que fluye en ese peregrinar incansable que se nos muestra es un caudal de sentimientos altamente contagiosos, porque tienen que ver con la singular conjunción que se da en México entre la imagen guadalupana y la identidad nacional. Cada noche del 11 de diciembre confluyen en la Basílica todos esos arroyuelos, arroyos y ríos de hombres, mujeres y niños que llegan de todos los rumbos portando estandartes de Guadalupe y banderas con el águila y el nopal, y otras banderas donde el emblema ha sido sustituido por la imagen de la Virgen, y se escuchan cantos, ruegos, lamentos, palabras de gratitud, albricias por el nuevo cumpleaños de la Señora del Tepeyac: todo mezclado y todo asociado al acorde apenas sugerido del himno nacional, que uno creería escuchar todo el tiempo como música de fondo, alternando con Las mañanitas. ƑCómo dudar que cada año se reproduce, entre el 11 y el 12 de diciembre, la reactualización de un momento que la gente sigue considerando prodigioso ųel de la aparición venturosaų, y que una gama complejísima de sentimientos se precipita y se cataliza, en una enorme catarsis colectiva, en la repetición de un mito funcional, tan vigoroso o más (probablemente mucho más) que el que se reescenifica en cada zócalo del país la noche del 15 de septiembre?
Al usar la palabra mito no lo hago en su acepción vulgar de "mentira" o "ilusión". Hablar de mito fundacional supone darle a la palabra, al contrario, el sentido que tuvo en las culturas más antiguas: algo de inapreciable valor para una colectividad, que lo considera, dice Mircea Eliade, como "sagrado, ejemplar, significativo". Creo que a eso se refiere Monseñor Méndez Arceo cuando habla, al principio de esta película, de un "mito fundacional". Porque el relato de la aparición providencial al indio Juan Diego, en el cerro del Tepeyac, alrededor de 1531, se volvió poco a poco un hito que marcó un antes y un después, que creó vínculos solidarios entre los habitantes de este territorio y se convirtió, llegado el momento, en el poderoso aglutinador de las luchas por la independencia.
Todos los estudios recientes del guadalupanismo parten del que publicó Francisco de la Maza en 1953, que resumió los orígenes indígenas del culto y su posterior transformación en la piedra miliar del patriotismo criollo. Quien lea ese librito podrá seguir el proceso desde las primeras narraciones que procuraron dejar testimonio de lo que la gente contaba y repetía. En el siglo XVI, el guadalupanismo fue cosa del pueblo y no de eruditos. Y los indios, que fueron los primeros en llevar ofrendas y peregrinar al sitio donde la tradición decía que se había dibujado la imagen morena en el ayate de un indio de Cuautitlán, catequizado en Tlatelolco, la llamaban Tonantzin, "nuestra venerable madre". El propio fray Bernardino de Sahagún lo había registrado allá por el año de 1570.
Pero lo más notable que descubrió Francisco de la Maza fue la importancia decisiva para la articulación del sentimiento patriótico de un libro llamado Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, que el presbítero criollo Miguel Sánchez publicó en 1648. En aquella fantástica lectura del Apocalipsis de San Juan, que hizo el más remoto impulsor del patriotismo criollo a mediados del siglo XVII, se identificaba a la mujer apocalíptica de la visión del evangelista ųque tenía alas y plumas de águila para volarų con la Virgen María de Guadalupe. En la viñeta que dibujó el propio Miguel Sánchez aparece la Virgen con un águila a sus espaldas, y las alas del águila se vuelven alas de la Virgen, que posa sus pies, precisamente, sobre un nopal.
"Aquella mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas", anunciada en la profecía, ha descendido sobre el valle de México, señalando esta tierra como elegida por Dios, quien ha enviado a su madre para dar protección a los nacidos en ella. Si San Juan había profetizado esa elección del Nuevo Mundo, y específicamente de México, en aquella imagen estaba concentrada la idea de redención y de esperanza para sus habitantes.
El águila sobre el nopal era el emblema de Tenochtitlan antes de la llegada de los españoles. A fines del siglo XVIII, la imagen de la Virgen ya se había fundido con aquel símbolo y ese símbolo había sido adoptado por indios y criollos: vueltos uno solo, los dos símbolos fundacionales adquirieron una fuerza avasalladora.
Como ha señalado Enrique Florescano, en un estudio reciente sobre la creación de la bandera nacional, esa amalgama de la antigua significación mítica del águila sobre el nopal en la tradición indígena con la imagen sagrada de la Virgen, que se difundió en numerosas pinturas, retablos y relieves escultóricos en la segunda mitad del siglo XVIII, fue capaz de aglutinar señales de identidad que pudieron compartir los sectores más diversos de la población: "El emblema del águila y la serpiente, al mezclarse con la Virgen de Guadalupe e infundirle a esa imagen un acentuado sello de mexicanidad, se transformó en un catalizador mítico que afirmaba la identidad indígena con el pasado remoto. Y para los criollos y mestizos vino a ser un puente entre su presente incierto y un pasado iluminado por el prestigio de la antigüedad."
Madre intercesora para los indios y los mestizos, representó para los criollos la legitimación de sus aspiraciones independentistas. Non facit talliter omni nationi: "No hizo nada igual con ninguna otra nación." En el estandarte que enarboló Hidalgo en Atotonilco se conciliaban los dos Méxicos en una identidad común. Morelos colocó el águila y el nopal en el centro de la bandera insurgente, que ostentaba los colores de la Virgen: azul y blanco. Desde la Junta Suprema de 1811, el águila sobre el nopal es insignia nacional: en 1821 van a incorporarse los colores de las tres garantías. Como lo vemos en esta película, la Virgen vuelve a ocupar muchas veces el lugar del águila y el nopal en la insignia de la nación. En el imaginario de los peregrinos, parecería que son intercambiables.
Al aparecérsele a un indio, la madre de Dios los adopta a todos como sus hijos. Al principio, la identifican con la antigua diosa de la fertilidad y madre del dios del maíz: Tonantzin. Ella los va a redimir de la opresión, va a aliviar todas sus tribulaciones y va a permitir que algún día se instaure la justicia. Los criollos la colocan en el centro de sus nuevos sentimientos de identidad, diferenciada de la española. Pero ya nunca se separará de los indios y es por eso que su culto se generalizó en todo México. Morelos, en Los sentimientos de la nación, la identificó con el alivio de la enorme desigualdad que había advertido el barón de Humboldt. Y, en efecto, la creencia generalizada en esa elección hecha por la Virgen de uno de los más humildes catequizados, Juan Diego, para recibir su mensaje hizo cundir la esperanza de que su protección sería, especialmente, para los más desvalidos.
El Tepeyac había sido un lugar de peregrinación en los tiempos prehispánicos, cuando acudían de todas partes a llevar ofrendas a Tonantzin, diosa madre, que como todas las diosas madres de las antiguas culturas tenía que ver con la fertilidad y la vida. Cuando la noticia de la aparición empezó a difundirse entre los indios, las peregrinaciones se reanudaron: los nahuas se apropiaron aquella personificación de lo sagrado que venía de la otra cultura, la española y cristiana, con una inusitada reverencia. La carga de significados era muy grande por los antecedentes del sitio de aparición. La reverencia fue tan grande como lo era el desvalimiento de los indios.
Un sentimiento de minusvalía y orfandad había sustituido a la certidumbre de pertenencia a un orden coherente, cuya columna vertebral había sido quebrada por la Conquista. Los indios se habían quedado solos, sin el auxilio de sus dioses, golpeando con lamentos vanos sus muros de adobe, sin más herencia que una red de agujeros. La irrupción de la cultura occidental los relegó al submundo de los tiempos modernos. La aparición providencial de la Virgen fue experimentada por la mentalidad indígena como una luz que les abría paso en las tinieblas y como un ancla en el naufragio. Que la Virgen de los cristianos se apareciera a un indio les daba a los indios un lugar en el nuevo ordenamiento, tan absolutamente ajeno y opresivo, que estaban padeciendo desde 1521.
La película enseña el poder de convocatoria que sigue teniendo, hoy en día, la Virgen de Guadalupe. Me parece que resulta ocioso insistir en la querella, que se dio desde el siglo XVI, acerca de la realidad o irrealidad histórica de las apariciones. La fe es la fe, y desafía los soberbios argumentos de la razón. ƑCómo negar la indudable realidad histórica de una veneración que comparte la mayoría de los mexicanos? ƑCómo desconocer la huella fundadora de una creencia que ha troquelado la conciencia colectiva de este pueblo?
Ese pueblo mexicano que camina, que emerge en el fiel y respetuoso testimonio de Juan Francisco Urrusti, es parte de lo que el antropólogo Guillermo Bonfil llamó, con acierto, "el México profundo". El de los indios, los habitantes de comunidades campesinas tradicionales, de pequeñas ciudades de provincia, y de barrios y pueblos conurbados a la gran capital del país ųla antigua Tenochtitlan. Son los descendientes de aquellos que siguieron a Hidalgo y a Morelos, en 1810, y después a Zapata, cien años después, siempre bajo el estandarte de la Guadalupana. Un símbolo que conjuga múltiples anhelos de afirmación de identidad y de justicia.
Algo que queda clarísimo en las palabras de esa joven chicana tan coherente, tan segura de lo que dice; en el poema del joven campesino, probablemente indígena; en la demanda de aquella mujer que le pide a la Virgen que ya no haya hambres ni necesidades en México. Hay algo más que la película muestra y que me gustaría recordar, para terminar este comentario: la ayuda, espontánea y gratuita, que muchos, a lo largo del trayecto, prestan a los peregrinos. Ese sentimiento solidario, tan propio de las mejores tradiciones mexicanas, es, en momentos tan difíciles como los que vivimos, la mejor reserva que podemos y debemos movilizar. Sólo con la práctica de esa generosa virtud cristiana que es la fraternidad encontraremos el camino.