Alberto Palacios
Marchitarse

Desde una perspectiva fisiológica, el envejecimiento puede entenderse como una restricción progresiva de la reserva orgánica del individuo. El declive de funciones y destrezas es inmanente a cada persona, pero se ve precedido de arrugas, canas y disminución de la agudeza sensorial, aunado a un menor rendimiento físico que todos advertimos después de los cuarenta. A esto siguen el acumulo de grasa en sitios que ya no podemos esconder, la intolerancia a los azúcares y la atrofia de tejidos; tal vez una digestión errática, la pérdida de sustancias ósea y neuronal, así como tantos otros emisarios moleculares de este organismo que se deteriora muy a nuestro pesar. Diversos factores genéticos determinan el ritmo de estos cambios, aunque también influyen la dieta, el ejercicio y algunos impactos ambientales como la exposición a tóxicos industriales, agentes infecciosos y el propio vértigo de la vida urbana.

Reconocemos en principio que un deterioro físico repentino depende más de enfermedades que del proceso natural de envejecimiento, pero ambas variables son interdependientes. Es decir, somos más lábiles a muchos padecimientos mientras nos vamos haciendo más viejos. No obstante, la expectativa de vida ha crecido notoriamente con la detección y corrección de ciertos procesos oxidativos que aceleran la degeneración tisular. Por ejemplo, dejar de fumar, moderar el estrés del ajetreo cotidiano o controlar la presión arterial elevada. En la mayoría de las culturas (excepto en regiones depauperadas del mundo), un hombre promedio de 65 años puede planear su vida razonablemente por otros diez, y su compañera incluso presuponer que lo sobrevivirá por 5 ó 10 años más. En general, esta expectativa puede estimarse libre de enfermedades graves.

Sabemos que un órgano o sistema previamente dañado representa el talón de Aquiles de la tercera edad. Las estructuras más sensibles al deterioro --sea porque las desgastamos continuamente o porque su metabolismo es más frágil-- son el cerebro, el tracto urinario, y los aparatos musculoesquelético y cardiovascular. En ausencia de virus, toxinas o alcohol, el hígado tiende a mantenerse indemne. Sin lastimarlos con humo de tabaco, los pulmones y el tubo digestivo serán aliados solidarios de nuestra vejez.

Los ancianos son más susceptibles al efecto de un padecimiento agudo, como una infección o una intoxicación alimenticia. A veces sus síntomas no son claros y pueden estar empañados por el uso de diferentes medicamentos para controlar la hipertensión, el colesterol, la diabetes o la incontinencia urinaria. Por ello, el cuidado gerontológico (gerós quiere decir viejo, en griego) no sólo incluye la vigilancia periódica de las constantes vitales, sino muy particularmente la atención al deterioro cognoscitivo, la reserva metabólica, la fortaleza física, los procesos de digestión y micción.

Pero sobre todo, contener el impacto psicológico del envejecimiento y los temores que afloran ante la muerte cada vez más cercana. La depresión emocional puede ocurrir hasta en 10 por ciento de los ancianos, a veces desdibujada por cambios intelectuales. Surge tras de una enfermedad o una larga convalecencia, por el deceso de la compañera o compañero, del sentido trágico de que la vida se adelgaza; o como resultado de la falta de apoyo social y el abandono.

Otros determinantes son el encierro, el invierno, la falta de recursos u oportunidades de distracción, la impaciencia y el reproche de los otros; y con frecuencia, viene con esa soledad que va quedando como reserva del tiempo.

Cuando somos viejos, morimos de enfermedades y eventos que sin duda hubiésemos conquistado cuando jóvenes. Las consecuencias de la arterosclerosis, la labilidad para infectarnos, la lenta recuperación después de una caída o un infarto cerebral, son batallas perdidas en contra del espectro de la muerte. Pero los humanos somos animales conscientes y longevos. Tenemos un marco vital espléndido donde caben todos los placeres, los logros y los encuentros, aunque tengamos también que aceptar el dolor y la nostalgia. Que la vida no nos brinde más tiempo para recompensarnos y buscar más metas, es en cierto modo lo que determina nuestra urgencia por alcanzarlas.

Vivimos la fortuna del amor, que es compañía y destino; la ilimitada sorpresa del conocimiento; los viajes, el silencio, los sueños y los horizontes por descubrir; la convicción de creer y trascender la muerte. Eso que trae la memoria como gentil consuelo cuando envejecemos. Eso que se arropa con nosotros por las tardes, aunque ya no tengamos tanta energía o siquiera al otro con quien compartirlo.

Afortunadamente, la geriatría está emergiendo como una especialidad insustituible para velar por la salud, por la integridad y por la agonía digna y respetuosa de los ancianos. La mayoría de los geriatras reconocen hoy la futilidad de manipular, penetrar, atropellar con terapias e incluso hospitalizar a personas de edad simplemente para prolongar su vida. Son los que evitan las diálisis innecesarias, los tubos endotraqueales y los respiradores que momifican, las intervenciones quirúrgicas propuestas para reparar heridas viejas que ya no podrán restablecerse. Son quienes amarran las manos de cirujanos, nefrólogos e intensivistas. Y tienen toda la razón. Queremos mejorar la calidad de vida de nuestros ancianos, no sólo prolongarla. Marchitarse es un proceso que entraña la pérdida creciente de funciones corporales; la muerte celular que no puede reponerse; la caída imponderable de la vanidad, la lucidez, de la entereza física y mental. El alma envejecida ve la proximidad de la muerte como un inevitable baño en el océano de los sueños. Morir, aun mediante el fugaz consuelo religioso, no equivale a la salvación (siempre abrigamos dudas existenciales). Pero la muerte es un descanso, que deviene más y más deseado a medida que la decrepitud nos invade.

--Yo no me quiero morir --solía decir Asclepio, un humilde viejo enamoradizo, doblegado por sus achaques-- pero tampoco quiero vivir por siempre. Acompáñeme, no me deje morir solo, quiero despedirme dignamente de esta vida.