La declaración hecha ayer por el presidente Ernesto Zedillo --en el curso de una entrevista televisiva-- sobre la grave situación causada en el país por la infiltración de la delincuencia organizada en importantes posiciones gubernamentales, así como sobre la necesidad de que el gobierno adopte medidas sin precedente para enfrentar tal situación, debe ser tomada como una seria llamada de atención al respecto. El caso del general Gutiérrez Rebollo y de sus posibles cómplices ha expresado en forma bien clara --por si alguien lo dudaba-- que el narcotráfico es una amenaza de primer orden para la seguridad nacional y que, en este caso concreto, la ha vulnerado de manera significativa.
En efecto, es sensato suponer que el presunto involucramiento de Gutiérrez Rebollo con narcotraficantes provocó daños considerables a las estructuras, métodos y procedimientos de combate a la delincuencia, de inteligencia y de seguridad nacional, los cuales habrán de ser restructurados en su conjunto para impedir que las corporaciones delictivas dedicadas al trasiego de estupefacientes utilicen en su provecho la información que pudo haberles sido proporcionada por el ex comisionado del Instituto Nacional de Combate a las Drogas.
Pero, además de esta circunstancia peligrosa, tras la cual aparece un enemigo poderosísimo, México debe hacer frente a la andanada de acusaciones procedente de Estados Unidos contra diversos funcionarios o ex funcionarios nacionales por su presunta vinculación con los cárteles. En el término de una semana, los señalamientos han tocado al ex presidente Carlos Salinas, a su padre y a sus hermanos Raúl y Adriana, a los asesinados Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, al hermano de éste, Mario, hoy preso y sujeto a proceso en el país vecino, así como a los gobernadores de Sonora, Manlio Fabio Beltrones, y de Morelos, Jorge Carrillo Olea.
La forma misma de las acusaciones --trascendidos, filtraciones de prensa, afirmaciones de testigos de dudosa credibilidad--, así como la proximidad temporal de éstas con las revelaciones en torno a las supuestas actividades delictivas de Gutiérrez Rebollo y con el injerencista proceso de certificación de nuestro país por las autoridades del vecino, obligan a mantener una actitud escéptica.
Ciertamente, el primer desafío para las autoridades mexicanas consistirá en determinar si existen elementos de verdad en los señalamientos procedentes de Estados Unidos y, en el caso de que cualesquiera de ellos fuera cierto, actuar en consecuencia. Pero, al mismo tiempo, debe establecerse hasta qué punto algunos círculos de poder de Estados Unidos pueden estar aprovechando la desafortunada coyuntura nacional para impulsar, con el pretexto del narcotráfico, una campaña de presiones políticas en contra de nuestro país.
Los antecedentes en este sentido son abundantes y obligan a desconfiar de las sospechas procedentes del otro lado del Río Bravo. Paralelamente, los altísimos niveles a los que ha llegado, comprobadamente, la penetración del narcotráfico, impiden desechar sin más las acusaciones referidas.
Entre el vasto poderío económico y operativo de la delincuencia organizada y la aparente orquestación de denuncias --justificadas o no-- por parte de Estados Unidos, el Estado se encuentra situado entre dos fuegos, en cierta medida opuestos, y al mismo tiempo entremezclados en una forma que escapa a la comprensión de la sociedad, y que representan, ambos, sendas y severas amenazas a la seguridad nacional y a la soberanía.
Hace apenas un día que el presidente Jiang Zemin ha recibido el pleno apoyo del ejército chino (que, al mismo tiempo, no hay que olvidarlo, es eje del partido y una gran potencia económica y comercial por cuenta propia) y hace sólo 24 horas que el multimillonario chino Tung Chihua, que a partir del primero de julio próximo dirigirá Hong Kong cuando esta colonia inglesa se reintegre a la madre patria, ratificó en su cargo a 12 de los 14 secretarios del gobernador británico de esa ciudad, garantizándoles así a los inversionistas la continuación de sus prósperos negocios y la política de libre comercio impulsada por el extinto Deng Xiaoping. Ahora, con el apoyo de las fuerzas que cuentan, el gobierno chino acaba de reafirmar que la apertura al mercado y la inserción de China en la economía mundial no deja margen para la ampliación de la democracia sino que, por el contrario, se hace y se pretende hacer en el futuro con la firme dirección centralizada del partido de Estado.
Esto confirma a los analistas que dicen que en la política de Deng Xiaoping las reformas y la apertura estaban subordinadas a la defensa del poder y que el episodio de Tiananmen no podía verse separadamente de la política económica: el gobierno chino sigue diciendo sí a las inversiones extranjeras y al libre mercado en las zonas costeñas, pero no a la vigencia de las leyes de defensa de la democracia que existen en Hong Kong como reflejo de una relación de fuerzas entre los ciudadanos y el Estado impuesta históricamente en el Reino Unido y en general en Europa mediante luchas sociales seculares. En eso China, además, no se diferencia del resto de Asia, donde el libre mercado y la carencia de democracia van de la mano, desmintiendo cotidianamente a los teóricos del neoliberalismo que sostienen impertérritos que el primero es sinónimo de la segunda y la desarrolla y condiciona.
Para favorecer la integración de Hong Kong Deng prometía el mantenimiento de ``dos sistemas'' dentro de ``un solo Estado'', pero es evidente que la integración de esa ciudad en una zona que incluye hasta Cantón y las provincias circundantes, y que tiene una enorme importancia económica y política, pues influencia por lo menos toda la zona costera hasta Shanghai, no puede permitirse el lujo, sin graves consecuencias políticas, de admitir la existencia de dos legislaciones diversas, una democrática y permisiva y la otra restrictiva y autoritaria, sobre todo en un delicado momento de transición en un país tironeado por fuerzas centrífugas de todo tipo, tanto internas como externas. Ni libertad de opinión y de prensa, ni libertad de reunión, ni sindicatos libres serán tolerados, por consiguiente, en Hong Kong porque la experiencia tanto de la primera revolución sunyatsenista (que dio origen a la República) como de la segunda, la que inició la guerra civil que llevó al poder al Partido Comunista, demuestra a quienes detentan el poder en Pekín que las libertades existentes en las ciudades-enclaves fuera del control de Estado central han sido palancas fundamentales para la lucha contra éste.
Queda por ver, ahora que las cosas están bien claras, cuáles serán las reacciones, por ejemplo, sobre los que en Taiwán apoyan (o temen) la reintegración con la madre patria china, que tiene a su favor grandes argumentos económicos e histórico-culturales.