En el verano siguiente, fin del primer año de las treguas, que se cumplieron el día de las fiestas de Pitia, los atenienses echaron de la isla de Delos a los moradores, porque les pareció por alguna causa antigua que no vivían dignamente, y que no restaba por hacer más que aquello para cumplir y acabar la purificación de dicha isla, pues habiendo quitado las sepulturas y monumentos de los muertos convenía también lanzar de allí a los vivos que hacían mala vida, para aplacar del todo la ira de los dioses.
(Tucídides: Guerra del Peloponeso, L.V, C.I)
Animarse a la nube, sin mancha de duda. ``Hubo un silencio anterior a esta soledad'', piensa mientras empuña el blanco, lo ensucia con arcilla y lo esparce sobre el fondo celeste, pero oscuro, del lienzo.
Entre el día y la noche, en una escena pletórica de interpretaciones y relatos que pinta por encargo de Su Majestad, Joakim necesita poner allí una nube que sea blanca, y teme ensuciar el blanco con su claroscura figuración de la épica según el vencedor.
Lanzas, dramáticos misiles y los valientes soldados del Emperador en traje de gala, todos vencedores, ninguno muerto, ni siquiera herido. Vamos: ni despeinado. Los derrotados no salen en el cuadro. Los que no murieron, como si hubieran. Menos que súbditos, aprenderían el peor castigo: haber sobrevivido.
Joakim de buena gana pintaría en el lienzo los dolientes rostros, la fuerza prisionera de los infieles avasallados por las huestes del Emperador o los pintaría luchando todavía, o cuidando sus borregos antes del Imperio. Pero no puede. Un encargo de S.M. es un encargo.
A él lo contrató la Corte porque hace bien su trabajo, pero no pertenece a la nación de S.M. De ahí su secreta inclinación por los pueblos que no aparecen en sus lienzos históricos, de los cuales ya varios cuelgan en la Sala de Consejo y en la Sala de Banquetes de Palacio.
El pueblo de Joakim fue derrotado hace tiempo. No por este Emperador, ni el padre o el abuelo, también majestades vencedoras.
Joakim vive un perdón por olvido. A su pueblo no se le odia de manera inmediata en este reino, no lo toman por enemigo, y él, pintor nómada, es un timbre de lujo y orgullo entre las colecciones reinantes, que tanto acervo le deben al saqueo.
Joakim atraviesa el momento de la nube sobre el gran valle de la victoria imperial. Y no quiere ensuciar el color blanco sobre una escena sangrienta, que en el fondo abomina. Si no fuera por la paga...
Pero tiene su código, su honor de artista. No pondría ningún blanco verdadero. El Emperador y sus hordas no merecen una nube blanca.
Tal será su venganza secreta. En nombre de los perseguidos, él mismo un perseguido en las que fueron sus tierras y hoy pertenecen a otra Su Majestad, no peor que la que le da sustento, y a fin de cuentas asilo.
Está por amanecer. Están encendidas aún las velas. Es la tercera vez que niega el blanco a los lienzos hipostasiados que confecciona a la medida del Emperador.
Nadie podría descubrirlo, ni siquiera los intelectuales y especialistas de la Corte, que pasan por sagaces.
Reserva el blanco-blanco para los cuadros feligreses y sus retratos de alcoba. Lo que los intelectuales de la Corte llaman ``su trabajo personal'', con un desdén hinchado de perdón.
Mayor desdén siente Joakim por las escenas imperiales que pinta con alucinante primor. Pero nadie lo sabe. Guarda sus opiniones, y cuando alguien las solicita, es consumadamente hipócrita. Se escuda en una falsa ignorancia del idioma imperial.
Su lengua es dialecto de otro continente, mar de por medio; de un pueblo que, a juzgar por los mapas, no existe. Igual que los vencidos del cuadro que debe entregar la semana próxima sin falta, el día del Jubileo.
Para ellos reserva el blanco. No lo ensuciará en los encargos del Emperador que lo tiene por mascota. (Y ``maestro'' lo llamarán los historiadores, ``del claroscuro y el barroco'').
Su único amigo en la Corte, o lo más parecido a uno, es Graciano, el bufón, también extranjero y mucho más hipócrita. Pero su venganza del blanco no se la revelaría. El bufón es indiscreto. Ya lo ha visto enviar imprudentes a la horca.
Y para qué confesar delitos que nadie nota y que a nadie importan.
Joakim sabe que su trabajo será celebrado y le pedirán que pinte otro. El fingirá obedecer. Y así sucesivamente, hasta que se canse de esta libertad prestada y se vaya. Aquí sólo lo retiene la paga