Tras la consignación de un general de División acusado de tener nexos con el narcotráfico, queda una incómoda inquietud sobre el papel del ejército mexicano, la inexistencia de política de seguridad nacional eficiente y el poder real del narcotráfico en el país.
El grado del nuevo huésped de Almoloya da cuenta del nivel de involucramiento de una institución que hasta hace poco había tenido una participación más bien operativa en el combate a las drogas. El ejército, en relativamente poco tiempo, ha pasado de ser una institución de respaldo que habitaba los cuarteles, a un actor institucional cada vez más activo y con una agenda cada vez más compleja de temas, y que en definitiva su vida transcurre cada vez más afuera de los cuarteles. Los riesgos han sido exponerse a escándalos como el que nos ocupa. Las consecuencias internas no deben ser pocas.
Es difícil, dada la tradición de las fuerzas armadas de permanecer ocultas al escrutinio de la opinión pública, medir el impacto que entre los miembros del ejército haya tenido que uno de sus miembros más distinguidos fuese sorprendido en labores ilícitas y sea objeto de juicio. El hecho es que el ejército tiene a su cargo más encomiendas que en el pasado. Acaso era inevitable que ello ocurriera; sólo se quiere dar cuenta del hecho: el ejército ha salido, para bien o para mal, de los cuarteles.
La segunda inquietud tiene que ver con las dimensiones reales del narcotráfico en nuestro país. Por momentos y, sobre todo, tras la captura de alguno de los capos, se quiere dar la sensación de que es un fenómeno a la baja, o al menos controlable. Sin embargo cuando se da a conocer, o se sugiere, el tipo de ramificaciones que tienen los narcos, uno se pregunta si no se ha estado subestimando sistemáticamente su poder. Sin por supuesto pretender una versión que explique todos los desajustes vividos con la sola incorporación de la variable narcotráfico, y conservando pues la alegría ante las visiones conspirativas, según las cuales todo lo oculto es lo que explica todo lo visible, sí me parece que estamos ante la posibilidad de exigir un dimensionamiento más realista de los alcances del narcotráfico. De otra suerte, es inevitable la sensación de que el combate al tráfico de drogas se reduce a la cínica administración de un conflicto, donde el juego consiste en que todos saben que es imposible eliminar al adversario, pero que es necesario simular enfrentamientos.
Y esto conduce a la tercera inquietud: las instituciones y personalidades que tenemos al frente de la seguridad nacional, ¿son capaces de enfrentar los retos? Han sido muchos los casos en que las dudas se imponen. Ahora mismo, descubrir que archivos delicados fueron entregados a un personaje como Gutiérrez Rebollo, presuntamente conectado con el narcotráfico, debiera conducir a preguntarse sobre la calidad de la información que se tuvo para nombrar a dicho personaje. Por supuesto que cualquier esquema de seguridad nacional puede ser falible, pero acaso recientemente se ha pecado de exceso de vulnerabilidad.
No pueden ser celebrables las consecuencias del nuevo affaire: al ejército se le sacó de los cuarteles y ahora se le expone al escándalo, el narcotráfico dio nuevas muestras de los alcances de su poder, y la seguridad nacional sumó un nuevo descalabro. Al decir de sus familiares, el general Gutiérrez Rebollo está desaparecido desde el 6 de febrero, todavía el día de la conferencia de prensa conjunta de la Secretaría de la Defensa Nacional y la Procuraduría General de la República, circulaban rumores o comunicados para dar otra versión a los hechos: ante tanta incredulidad, la mejor receta es, y seguirá siendo, tratar a los ciudadanos como mayores de edad. No hacerlo, no sólo no evita el escándalo, sino que potencia la indignación.