Según encuestas de Der Spiegel, el semanal alemán, el 70 por ciento de los conciudadanos de Helmut Kohl es favorable a un aplazamiento de la moneda única europea. En realidad, mucha gente en Europa, y no sólo en Alemania, comienza a preguntarse si el costo para respetar las fechas previstas no se está revelando excesivo.
Pocas dudas deberían caber acerca del significado histórico de la futura moneda única europea --paso obligado para transitar hacia una unión política destinada a abrir un nuevo capítulo en la historia de Europa. Y sin embargo, justamente por la importancia de la moneda única, es lícito preguntarse si constituye una decisión correcta el buscar la consecución del objetivo a contrapelo de sus elevados costos actuales. Se corre el peligro que la moneda única nazca desprestigiada a los ojos de millones de personas que podrían pensar que el empeoramiento de sus condiciones de vida se dio en el altar del Euro. El riesgo --que podría ser irresponsable correr-- consiste en que moneda única e integración europea terminen por ser vistas como amenazas a niveles de vida ya afectados por el bajo crecimiento actual y, sobre todo, por los elevados niveles de desempleo.
Recapitulemos los términos de la situación y de las difíciles disyuntivas que se derivan de ella. A comienzos de 1998, las autoridades europeas decidirán cuáles países podrán entrar desde el primer momento al esquema de la moneda única europea, el Euro. Y el principal criterio para decidir sobre entrada o exclusión será el tamaño relativo del déficit presupuestario de cada país. Más allá de un déficit del 3 por ciento respecto al PIB los países quedarán afuera y deberán un segundo ciclo de admisión. Por una legítima razón de orgullo nacional, los quince miembros de la Unión Europea consideran hoy que su peor desgracia sería verse excluidos del club de los iniciadores de la moneda única. Pero hay mucho más que una cuestión de orgullo. Los países que quedaran afuera de la primera ronda podrían ver sus monedas objeto de ataques especulativos que podrían forzarlos a medidas dolorosas para evitar una espiral en tres movimientos: devaluación cambiaria, inflación y mayor desequilibrio de las cuentas públicas. El ataque especulativo contra algunas monedas podría alejar aún más los países interesados del anhelado objetivo de la moneda única. No es cómodo para nadie verse al margen de la horda que avanza, como un anciano o un individuo indefenso, y a la merced del tiempo inclemente o de las especies adversarias. Será crudo plantear las cosas así, pero sólo así se entiende a plenitud la razón por la cual nadie quiere hoy estar excluido de la primera ronda de ingreso al club de la moneda única.
El problema es que, mientras Europa se acerca al momento de las decisiones, el semiestancamiento regional reduce los ingresos fiscales y el desempleo toca puntas intolerablemente elevadas. En enero pasado Alemania llegó a su nivel récord desde los años treinta: 4.7 millones de desempleados, el 12 por ciento de su población activa. Y esto mientras la economía del país registraba un crecimiento cero en el último trimestre de 1996. ¿Cómo buscar algún aliento al desempleo o alguna iniciativa de promoción del crecimiento, cuando el objetivo de un déficit presupuestal de 3 por ciento está ahí como fatalidad ineludible? He ahí el problema. Para Alemania y para todos.
La Unión Europea está frente al riesgo que la propia Alemania quede afuera del Euro en su primer ingreso, lo que supondría retos imprevistos e impredecibles en sus consecuencias. Por el otro lado, el aflojar los requerimientos de Maastricht podría implicar un riesgo aún peor: que el Euro naciera débil y objeto de ataques especulativos devastadores en los mercados mundiales de las divisas. Estando así las cosas, el camino menos arriesgado podría ser el aplazar de un par de años los tiempos para la moneda única para dar tiempo a una recuperación económica capaz de reducir un desempleo hoy excesivamente elevado e incrementar los ingresos fiscales de los gobiernos. Una decisión difícil y, obviamente, no libre de peligros. Del otro lado, sin embargo, podría estar un peligro peor: crear en muchos ciudadanos de Europa la percepción de que sus intereses y los de la moneda única son contrastantes.