El reconocimiento por parte de Jorge Madrazo, titular de la Procuraduría General de la República, de que las funciones encomendadas a esta institución pasan por el peor momento en la historia contemporánea de México, constituye un muy serio llamado de atención que concierne al conjunto de la sociedad, sobre la cual se abaten las consecuencias de esta crisis.
Ciertamente, las irregularidades administrativas, operativas y legales que han venido ocurriendo en la PGR, así como el severo descrédito en el que se encuentra esta institución ante la opinión pública, hacen necesaria e impostergable la realización de cambios profundos en casi todos los niveles y los ámbitos de la dependencia. La instrucción presidencial en el sentido de operar estos cambios, así como la disposición manifestada para ello por el procurador Madrazo, son por demás justificadas y pertinentes: no debe permitirse que los vicios de la PGR sigan interfiriendo con el funcionamiento global del país ni tolerar que socaven --como lo han venido haciendo desde hace ya muchos años-- el espíritu cívico y la necesaria confianza de la población en las instituciones.
Al mismo tiempo, no debe ignorarse que los problemas de corrupción, los abusos de poder, el quebrantamiento de las leyes en la dependencia misma que debiera hacerlas cumplir, la infiltración de la administración pública por parte de grupos delictivos --los del narcotráfico, en primer término--, la falta de preparación, capacidad y disposición de servidores públicos, así como la inadecuación y la improvisación en procedimientos y equipos, son asuntos que en la PGR adquieren dimensiones escandalosas, pero que no necesariamente se originan en ella. En muchos casos, las deficiencias de la procuraduría son expresión de distorsiones, vicios estructurales y redes de complicidad que recorren al conjunto de la administración pública.
La tarea de erradicar tales distorsiones y vicios y de denunciar y extirpar a los grupos de intereses ilegítimos enquistados en la institucionalidad nacional, es el punto nodal de la transición que vive actualmente el país y que pasa, necesariamente, por una plena democratización y por la construcción y el fortalecimiento de mecanismos de fiscalización social de las actividades gubernamentales. Es una tarea ardua, compleja y de gran alcance que rebasa a la PGR y al propio gobierno, que requiere del concurso de toda la ciudadanía y que debe fijarse como la más importante meta nacional para los próximos años. De su consecución dependen, en gran medida, las posibilidades de impulsar el desarrollo equitativo y la solidez económica, así como la preservación de la estabilidad política y la soberanía.
Empezar por el saneamiento y la restructuración a fondo de la PGR es un importante paso en este sentido. Pero ha de considerarse que la institución referida es un engranaje --uno de los más importantes, sin duda-- del aparato de justicia, y que muchas otras instancias de éste o relacionadas con él deben ser revisadas --aunque tal vez no de forma tan exhaustiva-- en forma simultánea a la transformación de la PGR y con apego a la Constitución: el Poder Judicial en su conjunto, las corporaciones policiales federales y estatales --la Federal de Caminos, la Fiscal y la Preventiva del DF son tres de las más destacadas--, los centros de Inteligencia del Estado --inevitablemente sujetos al riesgo de las infiltraciones delictivas--, la Secodam y las comisiones nacionales Bancaria y de Seguros, entre otras. En este contexto, puede ser pertinente, además, la ampliación de las facultades del Poder Legislativo para vigilar el desempeño de las entidades antes mencionadas.
Por último, el hacer frente a semejantes desafíos requerirá de un acuerdo nacional que encauce la movilización social en favor de la salud de las instituciones y la vigencia del Estado de derecho.