En el pecado se lleva la penitencia. Resulta verdaderamente ``ejemplar'' la situación que vive el gobierno mexicano. Desde hace dos regímenes --el actual y el anterior-- la política exterior de México tiene en la práctica un solo objetivo: no tocar ni con el ``pétalo de una rosa'' a Estados Unidos. Esta ha sido su estrategia y su norte invariables, su privilegiado punto de referencia. Y, por supuesto, esta obsecuencia no ha servido un ápice para evitar las presiones, el castigo, la arrogancia imperial. Al contrario.
Al contrario porque si algo sabe bien la memoria histórica de los mexicanos --la memoria de nuestras relaciones con Estados Unidos, la memoria de nuestra política exterior-- es que precisamente la obsecuencia es la que menos reditúa con ese país.
Al contrario, porque es sustancia de la mentalidad del imperio tratar como servidumbre a quienes se ostentan como siervos. Una larga historia de vasallaje y de atropello a los países latinoamericanos, para no ir más lejos, así lo prueba. En cambio, cuando hay dignidad y firmeza se logra mejor un trato digo y equitativo. Así lo había acreditado nuestro país y su política exterior hasta que la desmemoria y la ignorancia básica, la profunda ausencia de sensibilidad de lo que ha sido este país, echó por tierra uno de los orgullos mexicanos: la política exterior.
Por supuesto, en descargo de la obsecuencia habría que decir que el imperio, precisamente por esa condición, no tiene límites. Y menos después del fin de la guerra fría en que ha reunido poderes e influencia --y prepotencia-- que no tienen parangón ni contrapeso. Su afán de atropello y su ejercicio del desdén no tienen límites.
Es verdad, se podrá decir además que no son las autoridades ``centrales'' --irectamente la Casa Blanca-- las que manejan todos los ``hilos'' de la política de ese país. Que su sistema judicial y sus agencias descentralizadas, y desde luego el Capitolio, conservan autonomías que no son concebibles de este lado del río Bravo.
Pero ¡atención!, las certificaciones y descertificaciones en derechos humanos y en la lucha antinarcóticos están estrechamente vinculadas con definiciones en que la influencia de las autoridades ``centrales'' son decisivas. ¿O no es así cuando escuchamos a la secretaria de Estado, Madelaine Albraight, decir que, en México, el ``vaso está medio lleno y medio vacío''? Ya comenzamos a resentir la brusquedad del estilo de la nueva cabeza de la política exterior de Estados Unidos. ¡Que no se hagan ilusiones nuestras autoridades en materia de política exterior!
Y, por supuesto, no nos hagamos ilusiones los mexicanos respecto a la real situación de México en esas materias. No quiero decir que ``cuando el río suena agua lleva''. Me refiero a algo mucho más serio, más dramático. En materia de derechos humanos y de narcotráfico evidentemente la situación del país está en vilo.
Por lo que hace a derechos humanos, mientras no exista una real independencia del aparato judicial y una profunda, llamémosle ``cultura'' del respeto a las garantías individuales, que significa un real respeto y vigencia del derecho, en todos los niveles, los atropellos a los derechos humanos estarán a la orden del día, y nuestra exposición nacional e internacional será riesgo permanente.
En cuanto al narcotráfico la situación es peor aún, si posible. La penetración de ese cáncer de la delincuencia en las esferas oficiales, de distinto nivel, parece ya un hecho consumado. ¿O estamos apenas en el inicio de una escalada mayor?
Aquella lacra que se anunciaba hace apenas unos años como peligro inminente, ahora parece ya dominar y filtrarse en las más inconcebibles regiones de la vida pública.
(Dicho esto, debo confesar que me parecen burdas e increíbles las filtraciones en el sentido de casi ``conciliábulos'' familiares de los Salinas, de los Ruiz Massieu y los Colosio recibiendo personalmente las ``talegas'' del oro directamente de los delincuentes. En primer lugar porque en México no se hacen así las cosas. Lo cual, por supuesto, en vista de otros antecedentes, no nos permitiría exonerar a todos los presentes; algunos, de manera distinta, pudiera ser que estén en eso... Los gobernadores de Sonora y Morelos han negado enfáticamente las aseveraciones del New York Times. Yo daría seguridades por Jorge Carrillo, a quien conozco de cerca, pero obviamente ambos, para sostener su dicho, debieran demandar a la publicación de la calumnia.)
De extrema gravedad que nuestro ``límite'' institucional: el ejército, haya sido ya ``tocado'' en uno de sus cuadros superiores, precisamente en el encargado de la persecución del narcotráfico. Claro está que vuelve a surgir la discusión sobre la conveniencia de que el ejército se ocupe de frenar esa delincuencia mayor. ¿Es factible a estas alturas otra alternativa?
Una pregunta más: en la batalla por la democracia mexicana ¿qué efectos perniciosos tiene ya y tendrá la penetración del narcotráfico a ese punto de las esferas públicas? ¿La frenará y la hará más difícil, si no imposible?
Me atrevería a decir, por el contrario, que la profundización de nuestra incipiente democracia proporcionará más armas institucionales para combatir la corrupción del narcotráfico y de otros aspectos de la vida pública. Un poder concentrado y sin controles es el mejor pasto imaginable para la corrupción. Un poder con controles públicos --un poder democrático y democratizado-- haría más difícil en principio esta delincuencia abierta de las esferas oficiales.
Por supuesto que, como dicen algunos timoratos, la democracia no es la ``panacea''. No, pero en nuestra defensa de las presiones de fuera y del combate en contra de la corrupción interna --incluido el respeto al derecho y la defensa de los derechos humanos-- la democracia ofrece más y mejores armas que la excesiva y anacrónica concentración de los poderes en una sola mano, en una pirámide absorbente y excluyente que también se resquebraja ya por esta variedad de pestes que se ensañan sobre nuestra vida pública.
He aquí otras razones adicionales por las cuales se hace absolutamente urgente e indispensable avanzar hacia una genuina democracia.