Al modo de los abscesos, pústulas o furúnculos, el pus de la impunidad y la corrupción se desparramó por todas partes llegada la infección de la descomposición al tejido mismo. En este caso, el tejido es del Estado mexicano; el absceso es la narcopolítica, y los microbios obviamente serían los cárteles de los afamados narcos nacionales, los Salinas y sus allegados --de ser probadas las acusaciones y suposiciones en su contra-- y los agentes de los cárteles infiltrados en los cuerpos judiciales, militares, policiacos y de inteligencia.
La infección va desde la cabeza --el caso del general José de Jesús Gutiérrez Rebollo así parece demostrarlo, de probarse los cargos en su contra-- hasta los pies. Ahora, tardíamente, se plantea la cura y se intenta la limpia de las zonas afectadas corriendo a 36 ex colaboradores del general depuesto del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD), y se habla de la inminente depuración del Ejército. Falta saber cuáles serán los antibióticos, y si los remedios no serán más graves que la enfermedad.
Por supuesto, entre los microbios que se encuentran en el origen de los furúnculos del narcotráfico y la narcopolítica, cabría agregar a los banqueros y financieros que dedican su tiempo a lavar y permitir el lavado de las sumas colosales del narcotrafico. Antes que moral o político se trata de un problema financiero transnacional, aunque sería pecar de economicismo reducir el fenómeno a su dimensión puramente económica. El narcotráfico dadas sus dimensiones actuales devino en problema de seguridad nacional, de integridad territorial, de soberanía de Estado y, por ende, de estabilidad política y económica.
El narcotráfico y su hermanastra, la narcopolítica, ponen en peligro extremo la transición democrática en México al atentar contra la integridad del Estado. Y nuestra debilidad interna por ese motivo se convierte en debilidad en el exterior. La corrupción y la impunidad alcanzan con el narcotráfico una dimensión geoestratégica, al quedar la seguridad nacional en riesgo; geoeconómica, al depender nuestra sanidad financiera de los flujos ilícitos de capital; y geopolítica, al abrirse las compuertas a todo tipo de injerencias, haciendo depender la calidad de nuestras relaciones continentales del tratamiento adecuado o inadecuado que demos al narcotráfico en toda su complejidad.
Los narcos, como buenos lúmpenes enriquecidos a extremos nunca vistos, son más proclives al desorden institucional que siempre les favorece o a la dictadura cuando cuentan con la complicidad del aparato autoritario --ése fue el caso del fascismo. Son los enemigos mortales del equilibrio de poderes, de la transferencia pacífica del poder, del acotamiento real de la impunidad y la corrupción, de la reconstrucción del Estado de derecho. En México, como en Estados Unidos o en cualquier otro país, los narcos viven de la posibilidad de corromper sectores importantes de la sociedad y del Estado, y el problema es que para su funcionamiento requieren del debilitamiento de este último o de su complicidad garantizada. En México vivimos el debilitamiento de nuestro Estado, y en Estados Unidos se vive la complicidad garantizada.
De ahí el reproche de los gobernantes y funcionarios mexicanos cuando resienten la presión de las agencias de inteligencia estadunidenses que suelen contemplar la paja en el ojo ajeno sin reparar en la viga en el propio; aunque para desgracia de México ya no se trata de la paja en nuestros ojos, sino de verdaderas vigas inocultables. Y sería un acto de soberana hipocresía y de clara inconsecuencia política pretender hacerse de la vista gorda ante los alcances de las redes del narcotráfico en México, por ser los estadunidenses quienes las denuncian en prosecución de sus intereses nacionales, aun si sus denuncias revuelven medias verdades con las más descabelladas de las suposiciones o conjeturas.
El gobierno mexicano tiene que declarar la guerra sin cuartel contra el narcotráfico, de ello depende su sobrevivencia política, y saldrá derrotado si antes no depura sin contemplaciones sus aparatos militares, policiacos y de inteligencia. Asimismo, no puede menos que actuar para reconstruir los aparatos estatales de procuración de justicia, otorgándoles la autonomía constitucional que realmente les permita intervenir a tiempo contra los infractores de la ley de alto nivel, estatal y gubernamental, del presente y del pasado inmediato.
Sólo de esa manera tendríamos la fuerza política real, moral y jurídica para contener las injerencias del Departamento de Justicia y de la ``comunidad de inteligencia'' de Estados Unidos. De otra manera quedaremos reducidos al más impotente de los nacionalismos verbales. El problema, en última instancia, no es si Estados Unidos nos certifica o no; el problema es que la ciudadanía mexicana ya descertificó al gobierno del presidente Zedillo en materia de procuración de justicia y de contención del narcotráfico.