Se puede decir que la lengua es sexista porque la cultura lo ha sido, y la cultura tiende a permanecer sexista porque la lengua lo es. ¿Cómo romper este círculo? Las lenguas son modificables por la voluntad de las personas; una voluntad, eso sí, larga y sostenida.
Recientemente fui invitada a participar en un programa radiofónico sobre la discriminación en el lenguaje. No será extraño que al oír el tema pensemos que es algo sobre lo que hemos oído y leído abundantemente y, por lo mismo, ¿por qué insistir en ello? Porque, no obstante lo mucho que se haya repetido, seguimos cometiendo una y otra vez los mismos errores ideológicos e, incluso, gramaticales.
Gramaticales en efecto porque por ejemplo, si en el español existe un masculino y un femenino para designar las profesiones, oficios, cargos y ocupaciones ¿por qué insistimos en emplear el masculino al referirnos a una mujer? Parece increíble que en estos finales del siglo XX --que será reconocido sin duda como el de la revolución de las mujeres-- todavía sea común oír, incluso de la propia mujer al referirse a sí misma: ``soy arquitecto'', ``soy embajador'', ``soy presidente''. Se me argumentará que hasta no hace mucho el femenino se empleaba para referirse a la esposa del --en este caso-- arquitecto, embajador o presidente. Y habrá sido válido mientras tales profesiones o cargos eran ejercidos casi exclusivamente por varones, pero ahora, con el creciente porcentaje de mujeres que incursionan en estos campos, no existe ninguna explicación o justificación para prevalecer en el error.
El género masculino, en nuestro idioma, tiene un doble carácter: específico --propio de hombres-- y genérico --propio de personas cuyo sexo se desconoce. El género femenino, en cambio, es siempre específico. Lo masculino precede, prevalece, incluye y oculta lo femenino. Ese génerico masculino que sigue empleando por ejemplo ``nosotros'' al referirse en una asamblea, junta o reunión a los y las asistentes, sin importar incluso si la mayoría es femenina. O bien la palabra ``hombre'' que pretende abarcar al género humano con el resultado evidente del ocultamiento de la mujer, ejemplo: ``Ningún hombre es libre hasta que todos los hombres sean libres'', ``Los hombres son iguales ante la ley''. Evitar ese ocultamiento resulta fácil: basta repetir la palabra en ambos géneros y decir ``los hombres y las mujeres aquí presentes'', ``los hijos y las hijas'', ``los y las estudiantes'', o bien emplear una palabra neutra ``quienes estamos aquí presentes'', ``las personas aquí presentes''.
Otro ejemplo más que no agota por supuesto el tema es el de la palabra ``señor'' que designa al varón adulto, independientemente de su estado civil, en tanto que se llama señora o señorita a la mujer, dependiendo de su estado civil, es decir, de su relación con el hombre. Las feministas estadunidenses han acuñado el tratamiento ``Ms.'' que se aplica a la mujer adulta sin importar su estado civil, y diferente de los tradicionales ``Mrs.'' y ``Miss.''. En español hay un intento de empleo, en el lenguaje escrito, de la abreviatura ``Sa.'' en sustitución de ``Sra.'' y ``Srita.''. Y, en el lenguaje hablado, el doctor Raúl Avila propone el tan coloquial ``seño'' que el habla popular emplea con naturalidad y que no distingue entre señora y señorita.
Mucho se ha escrito al respecto; yo retengo un libro publicado en España en los años setenta por un ingeniero de caminos, Alvaro García Meseguer, que se ocupa extensamente en estudiar la discriminación sexual en el lenguaje.