En lo que constituye una toma de posición digna e inequívoca, el presidente Ernesto Zedillo ubicó ayer en una perspectiva real los problemas de la drogadicción y el tráfico de estupefacientes, así como la violencia, la corrupción y la erosión social e institucional que acarrean para muchos países. En momentos en que el gobierno estadunidense se prepara a expedir o a denegar ofensivos e injerencistas certificados de buena conducta para las políticas antidrogas de naciones soberanas, las declaraciones del mandatario al diario japonés Nikkei resultan oportunas y contribuyen al necesario esclarecimiento de los factores internos y de las interferencias extranjeras que confluyen en la delicada coyuntura política, policiaca y diplomática por la que atraviesa nuestro país.
En aras de deslindar unos de otras, ha de señalarse que son innegables la vasta corrupción y la ineficiencia que afectan, en México, a las instituciones de procuración de justicia, a las corporaciones policiales y a los organismos de seguridad pública en general, y que forman parte de un generalizado deterioro institucional.
Estos gravísimos problemas nacionales requieren de acciones correctivas urgentes y terminantes por parte del gobierno y del involucramiento de la sociedad, no en aras de complacer a ningún gobierno extranjero, sino porque el Estado mexicano tiene, de cara a su población, la obligación irrenunciable de garantizar la seguridad nacional y pública, la justicia efectiva, la honestidad administrativa, el imperio de la ley y de los derechos humanos y la erradicación de la impunidad.
En esta perspectiva hay que tener claro que la andanada de descalificaciones contra México, acusaciones, intrigas y amenazas veladas, procedentes de círculos oficiales de Estados Unidos, responde a propósitos distintos y aun opuestos a los mencionados. Cabe recordar que, desde hace ya varios años, Estados Unidos alimenta la expectativa de situar a agentes de sus propias corporaciones policiales --armados y con inmunidad-- en nuestro territorio, y que para ese propósito le es conveniente ahondar el descrédito de la institucionalidad mexicana, agravar las fisuras existentes en ella y aprovechar el debilitamiento nacional provocado por la ineficiencia, la corrupción y los escándalos político-policiacos en que han derivado las investigaciones por los crímenes que, en años recientes, conmovieron a la opinión pública nacional.
La certificación es, en esta lógica, un mecanismo de chantaje político, diplomático y económico, y su otorgamiento o su denegación no necesariamente dependen de los esfuerzos o las fallas de una nación en sus acciones antidrogas, sino también de las concesiones que se hagan o se dejen de hacer en materia de soberanía nacional.
Aunque las consecuencias negativas de una descertificación pueden ser considerables en los ámbitos financiero y de las relaciones bilaterales, México no puede orientar sus acciones en contra de la delincuencia en función de obtener ese certificado que contradice las normas básicas del derecho internacional y los pilares de nuestra política de Estado --soberanía, no intervención y autodeterminación de los pueblos--, y que resulta inmoral y equívoco.
En efecto, si el gobierno estadunidense --que no ha capturado a un solo capo de la droga en años, que permite el cultivo de ingentes cantidades de mariguana en su propio territorio, que no es capaz de abatir el consumo, y cuya policía antinarcóticos tiene en nómina a un buen número de narcotraficantes arrepentidos-- aplicara en su país los criterios con los que pretende juzgar a otros Estados, tendría que descertificarse a sí mismo.
Finalmente, la certificación es equívoca porque, como lo señaló ayer el presidente Zedillo, busca atribuir a naciones productoras de drogas, o a las que, como la nuestra, son rutas de tránsito empleadas por el flujo de enervantes, la responsabilidad principal por un problema de salud pública que tiene sus raíces en profundos desajustes sociales de los países consumidores. La actitud de Washington a este respecto es tan absurda e improcedente como si México pretendiera resolver la violencia y la inseguridad exigiendo a las naciones productoras de armamentos que dejaran de fabricarlas.