Vísperas de la llamada ``certificación'' norteamericana las denuncias de la prensa, en particular las acusaciones contra dos gobernadores mexicanos publicadas por el New York Times, enrarecieron hasta un punto insospechado las, por lo demás, normales relaciones entre México y Estados Unidos. Es difícil creer que la andanada de revelaciones de los últimos días sea ajena a las presiones que suelen acompañar anualmente el anuncio de la certificación.
Pero la pregunta es, más bien, qué fines específicos persiguen quienes alientan dichas informaciones: qué es lo que quieren conseguir mediante el escándalo público las agencias norteamericanas en esta fase de buena vecindad y colaboración entre ambos países.
Una primera respuesta a estos interrogantes la ha dado el mismo procurador Madrazo al rechazar las insinuaciones de que, en adelante, México daría facilidades especiales para que los agentes antinarcóticos de Estados Unidos actuaran sin cortapisas en nuestro país. Sin embargo, con toda la importancia que tienen en estos asuntos las cuestiones operativas en su dimension internacional, es claro que, más allá de los cargos concretos contra la evidente, vergonzosa e inocultable corrupción de los cuerpos policiacos nacionales, se encierra una visión norteamericana de la seguridad nacional cuya definitiva implantación exige, al menos, una creciente subordinación de las entidades mexicanas a las estrategias diseñadas en los centros de inteligencia estadunidenses.
Estados Unidos no está satisfecho --y menos tras el asunto del general Gutiérrez Rebollo-- con el desempeño mexicano en el combate al narcotráfico, pero no lo está, entre otros razones más o menos justificadas, porque México pretende conservar y mantener a salvo los derechos y las prerrogativas de un país soberano. Esa es, en el fondo, la gran disputa en esta era de creciente integración. Estamos ante una nueva realidad que ya no entra en las definiciones de la época anterior y aunque se habla demasiado de la ``apertura'' y los mercados como realidades abiertas es muy escasa la reflexión sobre las implicaciones políticas de tales cambios estructurales. Dicho de otra manera: la droga, el narcotráfico son, por decirlo así, uno de los eslabones más débiles en la cadena de la globalización, a través de los cuales también se expresan otros conflictos y debilidades, presentes en la relación bilateral pero que ya no se resuelven con los medios del pasado.
Las agencias norteamericanas, la DEA en particular, saben mejor que nadie de los esfuerzos mexicanos para detener el tráfico de drogas en sus fronteras. Y ningún analista ignora el papel extraordinario que el consumo ocupa en el fenómeno mundial de los estupefacientes. Por eso, a pesar de todos los escándalos, México recibirá la famosa certificación. Sin embargo, algunas cuestiones habrán quedado sembradas en el horizonte nacional luego de estas semanas de intensa conmoción.
La primera, repito, es una reflexión sobre el carácter de las relaciones entre ambos países en una era de cooperación. En segundo lugar, pero no menos importante, el debate sobre el papel que hoy juegan o deberían desempeñar instituciones como el Ejército, dados los cambios en la situación internacional pero también y, sobre todo, en el orden interno. Y, naturalmente, la cuestión de la justicia que es hoy por hoy el talón de Aquiles de la transición democratica.