El gobierno federal, por medio del Consejo de Recursos Minerales, se dispone a licitar 125 mil hectáreas de reservas territoriales con posibilidades de explotación minera. Esta circunstancia hace pertinente y necesario reflexionar sobre el papel de la industria extractiva en la historia y en el futuro de la nación. En primer término, debe considerarse que la minería ha sido, a lo largo de varios siglos, una de las actividades que más han contribuido a definir el rostro geográfico y social del país. En la época colonial la explotación minera marcó el rumbo no sólo de la actividad económica sino también de los flujos poblacionales, de la estrategia de colonización, de la conformación de espíritus y entidades regionales, de una arquitectura singular y, sobre todo, de una forma de vida y una cultura propias en aquellas zonas para las que el producto de las minas fue el sustento básico y su razón de ser. A principios del siglo XX en diversos centros mineros se originaron movimientos sindicales, Cananea entre ellos, que tuvieron repercusiones importantes en los procesos políticos y sociales que habría de vivir el país en los años posteriores.
Actualmente, aunque la minería no tiene ya tanto peso como en el pasado, sigue siendo una de las actividades económicas estratégicas, tanto por la riqueza presente que genera como por el valor futuro --patrimonio de los mexicanos del mañana-- de los considerables yacimientos aún no explotados. Además, como en el caso del petróleo y la energía eléctrica, los minerales son una riqueza cuya propiedad corresponde --por disposición constitucional-- a la nación y, por lo tanto, sus beneficios deben articularse, incluso en el modelo vigente de concesiones a particulares, con una propuesta de desarrollo económico y social duradero, de alcances tanto locales como nacionales.
En esta perspectiva, resulta de particular importancia que la concesión y explotación de reservas mineras se realicen con una visión de largo plazo que evite la rápida dilapidación de esta riqueza nacional, destine los ingresos provenientes de esta actividad a propiciar el desarrollo regional y que asegure una estricta fiscalización y supervisión para prevenir abusos y depredaciones, ya sean éstos económicos, políticos o contra el medio ambiente. Asimismo, es necesario que se consideren los posibles impactos sociales negativos que las nuevas explotaciones pudieran generar en entornos humanos, culturales y comunitarios.
Es preocupante que, cuando se prepara la licitación de 125 mil hectáreas de reservas territoriales con vocación minera, la opinión pública no esté atenta ni informada del tema y que no se haya propiciado un debate amplio, en el cual participen los diferentes actores sociales, acerca de la pertinencia de efectuar tales licitaciones y sobre el destino que deberán tener los beneficios de la expansión de la actividad minera. Mientras que en el caso del petróleo la sociedad ha manifestado su posición de forma abierta y ha incidido con éxito en la rectificación de decisiones equívocas, en el caso de la minería resulta necesario llevar a cabo una apertura de espacios de difusión y consulta, y promover la participación de los mexicanos porque, a fin de cuentas, se trata de determinaciones cruciales para el presente y el futuro del país. El mejor soporte para la necesaria reactivación de la minería debe ser un amplio consenso nacional que permita definir una política incluyente y exenta tanto de la ineficiencia y el corporativismo como de las sospechas que, en tiempos recientes, han generado algunos procesos de privatización, concesión y licitación.