A Rufino Tamayo, en la imagen más popularizada, no se le suele asociar con los muralistas. Aunque también se le llama a menudo en la literatura de segunda ``el cuarto grande'' (después de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros), denominación que él detestaba, no considerándose un cuarto, sino único. Esa separación respecto de los más famosos iniciadores del movimiento mural, que arranca en 1922-1923, tiene indudable sentido.
Tamayo, en el segundo de sus murales, el fresco Revolución (1938), en el Palacio de Moneda, se acerca temática y formalmente a los otros muralistas, sobre todo a Orozco; pero eso fue una rara avis. Ni siquiera en el primero, El canto y la música (1933), en la casa del Mayorazgo de Guerrero (entonces Escuela Nacional de Música) y mucho menos en los posteriores es clara su deuda con sus colegas mayores. No sólo, sino que su personalidad --además de su genio pictórico, su refinada sensibilidad y su formidable capacidad de trabajo-- se formó en buena medida señalando sus diferencias frente a la ``escuela mexicana'' muralista y no muralista, a la que llamó ``pintoresquista'' y acusó de no ver en lo mexicano sino lo superficial. Su decidida posición de tomar del arte contemporáneo universal lo que le fuera útil y, simultáneamente, no abandonar sus raíces esenciales, fueron motivo de constantes polémicas, sobre todo después de su vuelta a México a principios de los años cincuenta.
Pero junto a su inmensa obra de caballete la obra mural de Tamayo es amplia: realizó 17 murales en diversas técnicas, desde 1933 hasta 1982. Por eso resulta pertinente y del mayor interés la reciente publicación Los murales de Tamayo, que trae colofón de octubre de 1996 y los sellos editoriales de Americo Arte Editores, Instituto Nacional de Bellas Artes y Fundación Olga y Rufino Tamayo.
Toda la obra que puede considerarse mural (denominación no siempre estable y clara: como por ejemplo el ``mural transportable'' Homenaje a la raza india, de 1952) está recogida en este libro.
Uno puede pensar que en los principios de los años treinta Tamayo, que sin embargo ya entonces podía verse como un disidente, un artista ``a contracorriente'' de la pintura mexicana del momento (no en balde había sido acogido por los Contemporáneos) tuviera el deseo de realizar obra sobre muro, para parangonarse con la gloria rápida que alcanzaban los mayores. El tema es alegórico (como lo habían sido los primeros de Rivera, Siqueiros y Orozco, éstos destruidos por él mismo) y Tamayo tuvo la capacidad de mantener su modo personal en la dismensión del muro. Por su mala colocación, por su forma peculiar mucho menos ``realista'' que el Diego de la SEP, o por mala fe, esa obra pasó entonces casi desapercibida.
Volvió a intentar en 1938, como miembro de la LEAR, y en Moneda se plegó en tema y forma a los antecedentees existosos (lo que no quita un ápice de calidad a su obra). Tampoco fue muy sonado el éxito y el artista decidió permanecer en Estados Unidos.
Su mayor producción mural es a su regreso, a partir de que el INBA --encabezado por Carlos Chávez--, le encarga (1952-53) los grandes murales del Palacio de Bellas Artes. Después de sus éxitos en Nueva York y París, Tamayo, dueño ya de una maestría insuperable y un estilo propio que lo colocan como figura grande en el siglo, al enfrentar nuevamente el mural se siente obligado a los grandes temas trascendentes. Así lo seguirá haciendo, salvo excepción (la Naturaleza muerta, 1954, del Sanborns) en sus subsecuentes murales de México, Estados Unidos (Houston y la ONU en Nueva York), de la UNESCO de París o Puerto Rico. Generalmente se trata de una idea amplia y generosa, desarrollada con muy pocos elementos descriptivos. Predominan la forma, el sentido del espacio, desde luego el color y su divina pincelada. No pintó, no podía pintar con ayudantes. Muchas veces dijo que ``el tema no es sino un pretexto''. Valga. Pero ese pretexto no es ajeno al resultado final, a esas obras murales que salieron de sus manos.
Sería injusto tratar de referirme aquí a los textos que, además de las presentaciones de Gerardo Estrada y Gilberto Borja, acompañan la obra: el de Teresa del Conde en busca de las fuentes formales del Tamayo muralista, el de Raquel Tibol con un resumen, no exento de ideas, de su quehacer en el gran formato; el de Jaime Moreno Villarreal un ensayo abierto sobre la teoría del mural tamayesco. Las fichas de Juan Carlos Pereda, en general muy bien informadas, y con conocimiento de causa. La cronología cuidadosa de Martha Sánchez Fuentes. Como suele ser, de gran calidad las fotografías de Enrique Bostelman; si hay alguna deficiencia en pocas imágenes ésta proviene de otras fuentes fotográficas.