Durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín (1983-1989) las relaciones anglo-argentinas, rotas con motivo de la guerra por las islas Malvinas (1982), fueron tensas y difíciles. En cambio, tras la toma de posesión de Carlos Menem y el posterior envío de buques de guerra al conflicto del Golfo arábigo-pérsico, las relaciones fueron restablecidas a nivel de embajadas (febrero de 1990).
Dos años más tarde, el embajador argentino en Londres colgó del cuello de un vendedor de perfumes la ``Orden del Libertador General San Martín'' en el grado de ``Gran Oficial''. El galardonado fue sir David Bernard Montgomery, representante para América Latina de la firma Yardley y vizconde de Alamein, título hereditario obtenido por su padre, el mariscal Montgomery, por sus victorias contra los alemanes en Africa.
En abril de 1995, con motivo de los 69 años de la reina Isabel, el canciller Guido Di Tella envió a los malvinenses un raro mensaje en inglés: ``Como muestra de respeto por su fidelidad a la reina, quisiéramos unirnos a ustedes en sus celebraciones''. Misiva singular pues, según los ingleses, los kelpers (habitantes de las islas) son ciudadanos de segunda.
Sin embargo, el mayor traspié de la diplomacia menemista en este proceso tuvo lugar en noviembre de 1995, cuando en un viaje pagado por el gobierno argentino llegó a Buenos Aires la principal estrella de uno de los culebrones más largos del siglo: Lady Di. Y no tanto por las vitriólicas insinuaciones de la prensa inglesa al decir que Menem iba a ponerse sus zapatos de tacón alto porque la princesa Diana es mucho más alta que él, sino por la inclusión en la gira del pueblito patagónico de Gaiman, fundado por inmigrantes galeses hace poco más de cien años.
Allí, en galés, los habitantes de Gaiman recordaron a Diana el origen de su título: el soguzgamiento del país de Gales por Inglaterra en el siglo XIII. Y que por tanto, la causa anticolonial de Malvinas era doblemente sentida por ellos: como argentinos y como descendientes de los humillados por la ``pérfida Albión''. La bulianoréxica princesa se limitó a sonreír y a despreciar los pasteles de repostería galesa preparados en su honor por un infaltable ``comité de damas''. Por lo que, naturalmente, se sintió mejor con la visita a las ballenas del Atlántico Sur, donde por un solo día la magia de la fonética transformó a ``the princess of Wales'' en ``the princess of Whales'' ( la princesa de las ballenas), dos especies en extinción.
En Buenos Aires, a pesar de los gruesos epítetos lanzados contra la princesa por grupos políticos y de ex combatientes, su presencia ocasionó tal arrobamiento que el grueso de la sociedad hizo a un lado el tema de la soberanía para tomar partido en la trifulca de la casa de Windsor. Jornadas enteras en los medios de comunicación y mesas redondas con politólogos y sicólogos de probada trayectoria fueron invertidas en el desmenuzamiento de dilemas cruciales como las confesiones de su intimidad con el instructor de equitación de su esposo.
En suma, acontecimientos que periódicamente devuelven a la memoria de los argentinos aquel comentario quizá no tan socarrón de Jorge Luis Borges cuando en 1982, en medio de la euforia bélica, dejó tieso a más de uno: ``Yo creo que las islas Malvinas son probablemente argentinas''.