Andrés Aubry y Angélica Inda
Nixtalucum: el paisaje de la guerra
Lo constatado por la misión plural de observación en San Pedro Nixtalucum, ya ampliamente reportado por la prensa, subraya lo que se temía: no se trata de un incidente policiaco más ni de otra trifulca entre campesinos: al contrario, tiene todas las señales de una escalada más del conflicto de baja intensidad (vocabulario del Pentágono) o de la guerra irregular (semántica nacional de la Secretaría de Defensa), cuya forma concreta es la guerra psicológica que se aplica con disciplina policiaco-militar (como en todas las acciones coordinadas, Fuerzas Armadas y Cuerpos Policiacos actúan sincrónicamente).
1. El saqueo de las 74 casas que suman 346 habitantes es aquel observado en los pueblos de la Selva después del 9 de febrero de 1995 y reportado con detalles espeluznantes en Guadalupe Tepeyac, El Prado, la Sultana, San Miguel y tantos otros. No es solamente un robo vil (de televisores, transistores y grabadoras, o motores de molinos y despulpadoras), sino el resultado devastador de un cateo policiaco en regla (o sea, el afán de encontrar documentos u objetos subversivos -los que evidentemente no aparecieron-), del que sale exculpada una población civil supuestamente saqueadora, puesto que un ladrón no se da tanta pena en revolcar ropa, cofres y utensilios de cocina para hurtar impunemente y sin riesgos lo que le interesa y está infaliblemente a la vista en casas de pobres sin muebles.
Lo que se ve es lo observado y documentado en la Selva como en Bosnia, en el Chile pinochetista o en la guerra de Vietnam y en los pueblos de la Europa ocupada por los nazis en la segunda Guerra Mundial: el saqueo -como la violación y el botín- son técnicas bélicas, no tanto para castigar a presuntos subversivos como para humillar al vencido, para manifestarle el menosprecio que inspira a las huestes de ocupación. Cada objeto trastocado se vuelve inservible, ensuciado, desechable, irremediablemente perdido aunque esté allí disponible. Palo dado ni Dios lo quita, de tal forma que la reposición de lo perdido que ofrece la Dirección de la Secretaría de Gobierno, aunque se deba hacer, no será desagravio alguno para las víctimas, o hasta les parecerá una bofetada más: quedará indeleble la apestosa e imborrable huella de la guerra.
2. Nos tocó entrar a San Pedro antes de que llegara la Misión Observadora. Los hombres priístas estaban parados y amontonados -que no reunidos para una junta- en la cancha que está ante la Agencia y el templo, sin hacer nada. Como el poblado está ocupado por los efectivos que caben en dos camiones de la policía, preguntamos a los oficiales qué pasaba. El primero nos contestó que estaban en reunión de ejido, pero nadie hablaba, todos estaban como esperando algo. Volvimos a enterarnos con un segundo oficial de mayor rango: nos explicó que cada día es así, porque ``esta gente no tiene nada qué hacer''. Cuando llegó la delegación de ocho desplazados admitida en la Misión Observadora, el mismo oficial inventó que estaban en junta por una reunión con Telmex, pero los ocho confirmaron lo dicho por los policías: ``no sé de qué comen, porque aquí, luego del 14 de marzo, nadie trabaja y están reunidos todos los días''.
Antes de que lograran tener armas y el consiguiente adiestramiento, así era en la zona norte con Paz y Justicia, o en Carranza con la Alianza San Bartolomé. Las armas les quitaron la inactividad. Ahora que Tila apesta tanto que una pacificación parece inevitable, ¿se creará otro Tila en Nixtalucum? ¿Los ejidatarios priístas inactivos están presionando y negociando para conseguir una tarea paramilitar?
No es casual que El Bosque, municipio al que pertenece San Pedro, esté en el camino de Huitiupán, que es la puerta por donde el conflicto norteño puede escurrir al centro de los Altos, tal como se infiltró entre tzeltales con Los Chinchulines y en Roberto Barrios por la válvula de Bachajón.
3. Parece confirmarlo la instalación de un campamento militar agresivo ante los periodistas, en la cancha de futbol de El Bosque. El director de Gobierno, Mario Arturo Coutiño Farrera, hizo entender a la Misión Observadora que era una decisión federal que escapaba a su competencia. Lo evidente es que este campamento no tiene visos, por su sedentarismo, de ser (como lo pretende la Comandancia de la Zona Militar de Tuxtla) un patrullaje rutinario, un movimiento de reposición de tropas que necesitan relevo, y menos un convoy de abastecimiento alimentario para soldados aislados. Si bien es cierto que éstos no disparan por respeto a la Ley, no lo es menos que tienen todo lo parecido e insoportable de un Ejército de ocupación.
Por lo tanto, debemos esperar en El Bosque otra contaminación con alcohol y prostitución, con profesionistas del oficio más antiguo del mundo o con cooperación de las mujeres, también inactivas, de los ejidatarios priístas desocupados (como en la Selva), además de una coordinación entre éstos, los policías y el Ejército (como en la zona norte y en Carranza, en donde las armas de la Alianza son las mismísimas que cargan los cuerpos policiacos). Y de propina, una división fratricida entre campesinos para eternizar el conflicto.
Cada una de estas tres señales anuncia la guerra (aunque sea solamente psicológica: ésta -según el juego de palabras de los comentarios autorizados, traducidos del inglés, al Manual mexicano de la Guerra Irregular- tiene un frente de unos escasos centímetros, los que caben encima de los ojos y entre las sienes de cada ciudadano, es decir ``la mente'' de la sociedad). Lo visto en Nixtalucum por observadores de peso tiene todos los visos de una escalada más en el conflicto de baja intensidad. En ella, ¿dónde cabe la reanudación del diálogo de paz?