En una conferencia sobre literatura y cine dictada en 1990, Pere Gimferrer, escritor catalán, sostiene que el cine que se hace en Estados Unidos tiende, cada vez más, a complacer a espectadores que no rebasan los 15 años de edad. El punto de partida de este proceso de ``infantilización del público'', según Gimferrer, es la Guerra de las Galaxias.
En el momento de su conferencia Gimferrer ignoraba que siete años más tarde, George Lucas estrenaría por tercera vez su película, con la intención evidente de duplicar su fortuna y --¿por qué no?-- con la intención secreta de reinfantilizarnos. El escritor pasó por alto (seguramente porque la conferencia era sobre literatura y cine) la infantilización, casi simultánea, que proponía la banda Kiss: el vampiro de alitas inverosímiles, zapatones de plataforma, sobrevuelo con cables perfectamente visibles y vomitadas de caricatura; sosteniendo batalla campal escénica contra el hombre del espacio o contra el gatito que agitaba sus bigotes sobre los tambores. Resulta curioso y hasta sintomático, que Kiss, elemento fundamental de la ``infantilización del público'', reaparezca en la misma época en que reaparece la Guerra de las Galaxias. Es más curioso aún que el público actual de estos dos reestrenos, son niños que no habían nacido cuando la banda y el filme aparecieron originalmente, y que además asisten acompañados por sus padres. Mientras los adultos acuden a su reinfantilización cíclica, los infantes crecen y se desarrollan debidamente infantilizados.
Vladimir Nabokov propone en su novela Lolita --obra que cuenta con más detractores o defensores, que lectores-- la relación entre un profesor cuarentón de raza blanca y una niña de doce años. La fama del tema es tal, que en japonés, la palabra bishoujo (niña hermosa) y la palabra lolita, se usan indistintamente para designar a la misma criatura.
Lolita cobra fuerza en Japón. Hace algunos años, la fantasía sexual del japonés adulto eran las señoritas de oficina que tenían alrededor de 20 años. Los regenteadores del sexo, siempre atentos a las necesidades del mercado, contrataban señoritas con aire de estar tomando dictado o de estar listas para ejecutar una cantidad generosa de fotocopias. La fantasía sexual del adulto japonés ha ido perdiendo edad (o ganando juventud), por varias razones; entre éstas destaca la del doctor Miyamoto, quien sostiene que mientras los hombres viven esclavizados en sus trabajos (hay que recordar que el japonés ademas de fantasioso es un trabajador feroz), sus esposas se han dedicado últimamente a leer, ver cine, viajar y escuchar música, es decir, a cultivarse. Esta nueva cultura de las mujeres ha conseguido que los hombres vayan perdiendo, gradualmente, en el reino doméstico, su jerarquía.
Como respuesta, sostiene el doctor Miyamoto, los hombres buscan parejas sexuales más impresionables; la reina de las fotocopias les parece ya demasiado cultivada y entonces (qué cosa tan natural) recurren a las colegiales. Es necesario anotar que en Tokio un adulto puede tener sexo con una niña mayor de doce años sin infringir la ley. También es necesario hacer notar que Lolita, la de Nabokov, tenía doce años cuando Humbert Humbert el cuarentón se fija en ella. ¿Será que el escritor ha alcanzado nivel constitucional en Japón?. A la hipótesis del doctor Miyamoto hay que agregarle, por algún lado, la cruzada infantilizadora de Kiss y de la Guerra de las Galaxias. A los japoneses, al parecer, se les ha infantilizado el gusto.
Los regenteadores del sexo, atentos a los golpes de timón que da el mercado, han fundado una cadena de quilombos novedosos que se conocen como Club de Imagen. Cada hora en el club cuesta 150 dólares (no debe ser una tarifa exagerada para un trabajador feroz y fantasioso) y el cliente puede elegir entre varios escenarios distintos. Está el clásico salón de clase, con bancas, pizarrón, escritorio para el maestro (que es el cliente) y una alumna (o dos o tres) vestida de uniforme, lista para someterse al revolcón didáctico que le aplicará su profesor. Cuando la infantilización se consolide en aquel país, los clientes pagarán por hacer el papel de alumna. ``Los hombres japoneses están obsesionados con las colegialas'', dice Kaori, una de las uniformadas sin demasiado apego al uniforme, que actúa como niña de doce años pero en realidad tiene 26.
Además del salón de clase, hay un vestidor de gimnasio, en donde abundan las alumnas sudadas que se ponen y se quitán prendas deportivas y un vagón lleno de niñas en donde el otrora profesor, por 150 dólares extra, puede metamorfosearse en violador de tren sin consecuencias.