Andar por Madison Avenue un sábado por la tarde es contemplar el espectáculo de la frivolidad per se, señoras oxigenadas, muy delgadas, con perros pequeños bien peinados pasan por la puerta de la boutique de Giorgio Armani, flanqueada por dos jóvenes medio rapados, con trajes perfectos, sonrisa amable, que le hacen fiestas al perrito y abren la puerta para que los clientes entren al santuario de lo chic, la elegancia por antonomasia, la perfección de lo bien cortado, la simplicidad estilizada. Como antes Chanel, Armani revolucionó la forma de vestirse al ``deconstruir'' (sí, aún en la moda, el vocabulario filosófico de Derrida reina) los sacos tanto de traje de hombre como de mujer.
Armani entró por la puerta grande en 1980 con la famosa película American Gigolo, justo en el momento en que Richard Gere abre su closet y, perplejo, examina montones de camisas y corbatas, sacos y calcetines --con la etiqueta de Armani--, los arroja desordenadamente sobre la cama y espera la decisión salvadora que le permitirá tener éxito seguro: ``¿qué se pondrá esa noche tan especial?'', y luego con tacto ligero y ojos de lince elige uno de entre esos sacos mórbidos, cortados en telas maravillosas, de texturas suaves y combinaciones inusitadas, la suma indeleble de la sofisticación, el poder y el sexo. ``La armonía de las creaciones de Armani se logra mediante un balance estricto de elementos que en otras manos sería un fracaso'', se lee en una revista de modas cuya portada anuncia a una mujer muy bella que parece personaje de Edgar Allan Poe, saliendo glamorosa de su tumba.
En una ciudad en donde todo se maneja como libre servicio, en que si se va a una enorme tienda de computadoras y pregunta por un accesorio de software, los empleados lo miran con desprecio total, mascullan algunas palabras, señalan a un lugar indeterminado y desaparecen como por encanto, es un alivio ir a Armani, o a otras tiendas de diseñadores: de inmediato aparecen tres o cuatro personajes sonrientes, delgados, vestidos con ropas de servicio que ya se querrían para un día de fiesta, siguen, aconsejan, sobre todo si se es una señora gorda de algún emirato árabe, probándose un smoking que aunque es Armani no le queda muy bien.
Y claro, la moda está hecha para las anoréxicas modelos a la moda, Stella Tennaut, Amber Valetta, Kate Moss, cuyo estilo es el de la mujer desvalida --un equivalente de la tuberculosa del siglo pasado--, y que ahora encuentra su máximo encanto en el unisex y en la repetición de semblantes demacrados y maquillados especialmente para subrayar esa descompostura que combina la anorexia, la bulimia y la ingestión de drogas, que los fotógrafos, los maquillistas, los diseñadores subrayan con delectación. Como evidentemente no se tiene dinero para comprar los pret a porter de Armani, ni aunque estuvieran en barata, se sale medio avergonzada de la tienda, empieza a caminar por las calles y se contenta con contemplar nostálgicamente los anuncios de los autobuses, por ejemplo los que anuncian un tipo de ropa interior singular porque evoca las redondeces de Marilyn Monroe, frente a una modelo excesivamente delgada que le sirve como espejo pero deformante. Otro camión pasa después y en él --debo decir que casi todos los camiones anuncian prendas de vestir con las mismas modelos lánguidas y ojerosas-- aparece Linda Evangelista con una camiseta de hombre Calvin Klein, sin mangas y un corte varonil que cubre su poco nutrido pecho abrazando a un hombre idéntico a ella, pues tiene su mismo rostro con los cabellos más recortados y el pecho un poco más plano y cubierto con otra camiseta Calvin Klein.
Afortunadamente en este mundo en que la mujer pelea su lugar en el mundo librando una lucha a muerte con el lenguaje para despojarlo de palabras sexistas y dejarlo en el mínimo indispensable para que haga juego con la desvalidez elegante de las modelos, hay combatientes denodadas que abogan por una moda más corpulenta, y advierten que la belleza ideal debe medir talla 14 o 16 y pesar entre 70 y 80 kilos. La nueva campeona se llama Emme Aronson y confiesa tener panza, celulitis, bastante grasa en su trasero, comer sin tenerle miedo al colesterol ni a los bikinis. Significativamente y para subrayar el justo medio, en el Metropolitan se exhibe una retrospectiva de Christian Dior con modelos muy delgadas, envueltas en trajes de línea perfecta aunque parecería que Dior tuvo nostalgia de las armaduras medievales que sostenían el cuerpo dándole un perfil hierático y solemne.
Al lado, en la cartelera de Off Broadway, una obra de teatro, Full Gallop, revisa la vida de Diana Vreland, editora de la revista Vogue durante muchos años, y después y hasta su muerte, directora de esa sección del Metropolitan dedicada a la moda donde ahora se exhibe a Christian Dior.