Eduardo Montes
Prepotencia estadunidense

Con la certificación o descertificación a propósito del combate al narcotráfico, o la construcción de un triple muro en algunos tramos de la frontera con nuestro país, y ahora la entrada en vigor de la Ley de Inmigración Ilegal y Responsabilidad Migratoria, la clase gobernante de Estados Unidos muestra una vez más su inocultable menosprecio a la soberanía y dignidad de los mexicanos. Revela la prepotencia de quienes se consideran a sí mismos la nación más poderosa, el país del destino manifiesto ante cuyas decisiones no hay argumento que valga, dignidad que merezca ser respetada o soberanía que importe.

No es nueva la conducta del gobierno estadunidense. La historia de las relaciones de México con su vecino del norte está llena de agravios desde su nacimiento como país independiente.

Ellos son fuertes, nosotros débiles. Ellos ya no tienen apetitos territoriales como hace un siglo, cuando se anexaron Texas y poco después la mitad de nuestro territorio, lo que llevó a don Sebastián Lerdo de Tejada a soñar con ``interponer el desierto'' entre nuestro país y Estados Unidos. El anexionismo del pasado cedió el paso a diversas y groseras formas de intervencionismo y a políticas de inversiones y otros mecanismos de dependencia. Hoy existe el TLC, pero Estado Unidos nunca ha dejado de proceder como un imperio, ahora casi sin ningún contrapeso en la arena internacional. Nunca quiso amigos y ahora no nos ven como socios sino como subordinados, y las relaciones con México las consideran como asuntos interiores. Pero México no es ni barra ni estrella, y pese a todas nuestras desventuras, sigue siendo un país soberano, debe defender su dignidad y proteger los derechos de todos los mexicanos.

La nueva Ley de Inmigración, cuyas consecuencias negativas van a sentir millones de connacionales, tanto los indocumentados como quienes residen y trabajan legalmente en Estados Unidos, es calificada como racista y xenofóbica, y ofende también a los mexicanos de este lado. No puede verse con indiferencia la suerte de quienes emigran al vecino del norte, pues no lo hacen por espíritu de aventura, sino por la necesidad apremiante de trabajar para subsistir, cosa imposible en México. Y este es el otro aspecto de la cuestión que no puede ni debe ser soslayada.

Ciertamente el impetuoso desarrollo económico de Estados Unidos es un poderoso foco de atracción para la fuerza de trabajo mexicana, sobre todo la agrícola; eso ha llevado a millones de compatriotas a emigrar para trabajar en los campos, sobre todo del sur, de Estados Unidos y a aceptar en la mayoría de los casos vejaciones, discriminación y más bajos salarios que los trabajadores estadunidenses. No ocurriría eso si la economía nacional pudiera absorber a esa gran masa de trabajadores siempre amenazados de deportaciones masivas y ahora de mayor persecución y dificultades. Se puede afirmar, entonces, que la existencia de millones de trabajadores mexicanos obligados a emigrar --indocumentados o no-- a Estados Unidos, indica también el fracaso de las políticas económicas de los gobiernos mexicanos, no sólo de los neoliberales, que han construido una economía en la cual no tienen un lugar, no hay espacio para varios millones de mexicanos y mexicanas. Es un problema de dimensiones nacionales, verdaderamente dramático.

Nuestra vecindad con Estados Unidos es una fatalidad invariable, no la podemos cambiar. Pero nuestro país sí puede trabajar y luchar por la defensa de su soberanía y conseguir un buen trato, de respeto, de parte de nuestro vecino del norte; estamos obligados a rechazar enérgicamente el intervencionismo yanqui, a defender nuestros recursos naturales y sobre todo los derechos de los mexicanos hoy amenazados por la nueva ley de inmigración persecutoria y desconsiderada de la gran contribución de la fuerza de trabajo mexicana al desarrollo económico del sur de Estados Unidos.

La solución de fondo, sin embargo, sólo será posible con cambios estructurales de fondo, para que en el futuro todos los mexicanos tengan un lugar en la economía nacional. Eso requiere un cambio de concepciones, de rumbo y de hombres en el poder, la renovación económica y social de nuestro país. Meta ambiciosa y de largo plazo, pero necesaria de recordar constantemente.