En el barullo que se ha armado en estos días con la ley migratoria estadunidense se han puesto de manifiesto muchas cosas y no precisamente a través del contenido de la ley. Sólo de sus alrededores.
No conozco el texto de la ley y por ello mismo me tengo que fundar en las generalidades que ahora abundan en la prensa, en el radio y en la televisión. Pero lo cierto es que no es el texto mismo el que me preocupa. Quizá sea el contexto, si es que sirve aquí esa palabra a veces usada en forma pedante.
Una primera impresión es que la ley es el producto de un Congreso mayoritariamente republicano con un presidente demócrata. Clinton vive dominado por esa mayoría y, por lo mismo, tiene que echar mano de todos los recursos para ir sobreviviendo. A veces los recursos le fallan, como es el caso, sin dejar de considerar que hoy en Estados Unidos el antimexicanismo o, dicho con más precisión, el rechazo a los inmigrantes, es la regla a partir de que el desempleo no es un fenómeno superado. Sus estadísticas, dicen allí mismo, no son confiables.
La segunda idea es que los estadunidenses, como los mexicanos o los que sean, tienen todo el derecho de fijar su política migratoria en cuanto condiciones de ingreso y, por lo mismo, todo el derecho del mundo de oponerse a la inmigración ilegal. Por la misma razón, también tienen derecho a expulsar a quienes ingresan ilegalmente. Ellos, nosotros (que lo hacemos, quizá con menor apego a la ley: por ahí hay un convenio de extradición de reciente firma con España, retroactivo y anticonstitucional) y todos los países pueden expulsar a quienes no tienen derecho a estar en su casa.
Hay dos peros, sin embargo. El primero es que con el pretexto de las expulsiones y de los ilícitos, se plantea el problema de que los legales deben tener cada vez menos derechos. Por ahí se cuela la famosa discriminación esencial, absolutamente injusta y, estoy seguro, contraria a los principios de igualdad que consagra la Constitución de Estados Unidos.
Pero hay más. A principios de agosto de 1993, después de un largo mes en el Hotel Madison de Washington, discu-tíamos con la delegación estadunidense y con la canadiense, bajo la atinada y enérgica dirección de Norma Samaniego, jefa de nuestra mínima delegación laboral, los puntos finales del Acuerdo de Cooperación Laboral anexo al TLC. No recuerdo con precisión si fue la última noche o la anterior cuando logramos la aprobación de un texto que ahora hay que volver a leer. Se trataba del último punto de los Once Principios Laborales que integran el Anexo 1 del ACLAN.
Bajo el enunciado ``11. Protección de los trabajadores migratorios'', se aprobó y forma parte del documento la siguiente obligación asumida por las partes: ``Proporcionar a los trabajadores migratorios en territorio de cualquiera de las Partes la misma protección legal que a sus nacionales, respecto a las condiciones de trabajo''.
Como puede verse, no se exigió la estancia legal sino, únicamente, la condición de trabajador migratorio. Y la regla, rotunda, es que no se pueden establecer discriminaciones, a su vez prohibidas en el Principio 7 (Eliminación de la discriminación en el empleo), en las condiciones de trabajo. Y éstas, les guste o no a los desmemoriados legisladores estadunidenses y al desmemoriado presidente Clinton, sancionador de la ley, implican desde el pago del salario hasta las condiciones de seguridad social y atenciones médicas a los trabajadores.
Se podrá argumentar, tal vez, que el enunciado que precede a los Principios en el ACLAN sólo dice que ``Los siguientes son lineamientos que las Partes se comprometen a promover, bajo las condiciones que establezca su legislación interna, sin que constituyan normas comunes mínimas para dicha legislación...''.
Pero para mí no cabe duda de que se trata de principios fundamentales, al grado de que los mismos estadunidenses, en diferentes expedientes que se han ventilado en la Oficina Administrativa Laboral de Estados Unidos, los han invocado en contra nuestra, al menos los relativos a la libertad sindical y al derecho de huelga.
¿No se podría recordar a los estadunidenses su compromiso internacional?