El viernes pasado, durante el primer día de su visita oficial a México, el rey de España, Juan Carlos I de Borbón, externó ante el Senado de la República una extraña afirmación: dijo el monarca que las poblaciones de su país y del nuestro son víctimas del terrorismo y del narcotráfico, y apeló a una más estrecha colaboración internacional para combatir ambos fenómenos.
Por donde quiera que se le vea, la consideración del jefe de Estado visitante es equívoca y errónea. Para empezar, en México no existe ningún patrón de hechos delictivos contra la población civil susceptible de ser denominado ``terrorismo''. Ciertamente, en el país tienen lugar acciones de injustificable y condenable violencia política. Se trata de asuntos tan diversos y disímiles como los asesinatos de figuras de la vida pública en años recientes, los actos de barbarie de los Chinchulines, en Chiapas, o las acciones del EPR contra militares y policías. Pero de ahí a suponer que la población mexicana se encuentra bajo el acoso del terrorismo hay una enorme distancia conceptual que, por lo visto, no fueron capaces de percibir los asesores del monarca.
En segundo lugar, resulta improcedente equiparar al narcotráfico -presente, ese sí, en nuestro país- al accionar de ETA en España.
El primero es un fenómeno inequívocamente internacional, originado en la masiva demanda de drogas que existe en la sociedad estadunidense, en la producción de narcóticos en Sudamérica y en el propio México y en la ubicación geográfica de nuestro país, que lo convierte en puente y paso para las mafias dedicadas al trasiego de sustancias sicotrópicas ilícitas. Dicho sea de paso, la drogadicción que afecta a la sociedad española y la presencia del narcotráfico que padece la mexicana no son asuntos necesariamente relacionados, en la medida en que las drogas consumidas en la nación europea proceden de Medio Oriente, Asia, Africa y Sudamérica, no de México.
Un dato no menos relevante del narcotráfico como fenómeno internacional es la inyección de decenas o centenares de miles de millones de dólares, producto de las ganancias de los narcos, en el sistema financiero estadunidense e internacional. Si se toman en cuenta estos hechos, resulta claro que el gobierno mexicano no está en condiciones de actuar sobre todos los factores que aportan a este fenómeno sus graves y vastas dimensiones actuales, y que para erradicarlo y combatirlo se requiere de acciones concertadas y multilaterales, emprendidas en un espíritu de cooperación y respeto por los gobiernos de todas las naciones involucradas.
Por el contrario, la violencia de ETA y las acciones de guerra sucia emprendidas contra esa organización desde las entrañas del Estado son un estricto asunto interno de España o, vistas desde otra perspectiva, un conflicto entre vascos y españoles, circunscrito, en todo caso, al ámbito peninsular. Si hasta ahora, a dos décadas del restablecimiento de la democracia en España, no ha sido posible erradicar los cruentos operativos etarras, y si las reivindicaciones independentistas vascas no han podido ser encauzadas a un terreno institucional y civilizado, ello se debe al empecinamiento de los etarras y a la incapacidad o la falta de voluntad de la clase política española, en su conjunto, para desactivar las razones del descontento social y nacional en Euskadi. Es pertinente recordar, para ilustrar el tamaño del contencioso vasco-español, que cuando la actual Constitución fue sometida a referéndum, la población vasca la rechazó mayoritariamente.
Si en México han encontrado refugio centenares de militantes vascos, ligados o no a ETA, ello no convierte a nuestro país en factor o protagonista del violento conflicto independentista. México ha recibido a los presuntos etarras en tanto que perseguidos políticos, no en tanto que terroristas. Para determinar la condición de unos y otros existe el mecanismo de un tratado de extradición.
Pareciera, sin embargo, que las autoridades de Madrid desean que México entregue a la policía española, en forma extrajudicial y a contrapelo de la tradición nacional como tierra de asilo, a todo independentista vasco residente en México. Y la extraña afirmación de Juan Carlos de Borbón ante el Senado mexicano pareciera inscribirse en esa pretensión absurda e ilegítima.