Este apelativo, que se refiere a los individuos de una raza africana no precisamente corpulentos, fue utilizado, dejando volar la imaginación, para llamar afectuosamente a un enorme personaje cuyas dotes artísticas se expresaron, entre otras, en la decoración para los célebres Bailes de Máscaras de la Academia de San Carlos, de donde fue alumno y maestro.
José Gómez Rosas vivió en una vecindad del castizo barrio de La Merced; esto se reflejó en buena medida en su obra, que incluye los enormes ``telones'' con que cubría la Academia, que bien pueden considerarse murales, pintados sobre metros y metros de papel manila reforzado con manta de cielo. En ellos plasmó su cotidianeidad, la de su ciudad y barrio; aparecen con frecuencia los alumnos y maestros de la Academia genialmente caricaturizados, al igual que artistas, intelectuales y políticos.
Su trabajo tiene un marcado sabor popular, netamente capitalino; se dice que es el Chava Flores de las artes plásticas. Sin embargo, detrás de su alegría, humor y exuberante colorido, hay un profundo conocimiento de la teoría y la técnica. Fue un ferviente estudioso de los grandes artistas finiseculares y de principios de este siglo; los fauvistas, con su desorbitado colorido, no le fueron extraños. La erudita historiadora de arte Elisa García Barragán, nos dice que algunos de sus personajes se inspiran en Van Dongen, y comenta su predilección por el arte francés. Todo ello sin dejar de expresar en su obra constante admiración y homenaje a José Clemente Orozco, Diego Rivera y Siqueiros. También alimentaron su espíritu las artesanías, de las que adquirió amplios conocimientos por su amistad con el Dr. Atl.
Habla la historiadora de la excelencia de su dibujo, que se advierte en los telones, a pesar de la dificultad que le deben haber significado, conservando sin embargo su trazo seguro y neto. Esto se aprecia a plenitud en su obra de caballete, principalmente al óleo.
Pero su fantasía no se detuvo allí; se plasmó asimismo en los fabulosos disfraces para los Bailes mencionados, que lo hicieron ganar el primer premio durante ocho años consecutivos, hasta que se decidió que fuera parte del jurado para que otros tuviesen oportunidad, pues era imposible competir con él.
Otra faceta fascinante del Hotentote fue la cartonería, que lo llevó a entablar gran amistad con la familia Linares, vecina del mismo rumbo y autora de los famosos judas, a cuyos miembros sugirió la idea de los alebrijes, por las figuras fantásticas que diseñaba para las máscaras de sus disfraces. A su taller de la calle de Emiliano Zapata acudían a visitarlo artistas para que les hiciera escenografías; su entrañable amigo, el también pintor Ezequiel Manilla, recuerda a Amalia Hernández, Silvia Pilnal, Laura Urdapilleta, el Indio Fernández, y para gozar su charla Salvador Novo y Diego Rivera, entre muchos otros a los que les regalaba cuadros, pues dice Manilla: ``no le interesa el dinero sino tener amigos''.
Pintó murales en la antigua Fonda Santa Anita, el cine Continental, en el Salón México original y en el cine Colonial de la ciudad de Puebla. En ellos, igual que en el resto de sus trabajos, prevalece el color: intenso, vivaz, brillante. Su compañero de la Academia, Roberto Garibay, recuerda que en el taller de Rodríguez Luna, a los que utilizaban colores neutros les decía: ``pintan con colores a medio morir''.
La obra de este hombre gigante con alma de niño, pues era proverbial su bondad y buen carácter, ha estado olvidada por mucho tiempo. En los años 80, la Universidad Nacional hizo una exposición de ``telones'' y un hermoso catálogo; eso ha sido todo. Afortunadamente ahora se pueden admirar un espléndido ``telón'' y varios óleos maravillosos, en una fonda que lleva su apodo, ubicada en el corazón del barrio de La Merced que tanto amó.
Ventajas adicionales: excelente comida mexicana de la de antes, pues ahora en todos lados hay ``nouvelle cousine''; aquí se puede comer el tradicional chileatole rojo con espinazo o verde con pollo, escamoles, la deliciosa sopa tlaxcala que compite con la de hongos, mole de olla, cecina morelense, los mejores tlacoyos y varias otras suculencias, además de los postres que preparaban las abuelas: capirotada, arroz con leche, flan casero, requesón con miel y el inefable ``pelo de ángel'', esas exquisitas fibras plateadas que nos brinda el mexicanísimo chilacayote, suavemente endulzadas.
Todo esto en el marco de una hermosa casa colonial, desde luego con su patio. El lugar: Las Cruces 40, entre Mesones y Regina, en el corazón de La Merced, con la atención y cuidados del dueño Juan Olmedo, gran conocedor de la comida auténtica de nuestro país.