MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Una estrella más
A la memoria de Heberto Castillo
Alguien de su familia tendrá que contar un día la historia completa de Teresa Alcántara. El privilegio de reunir los dos grandes capítulos de su vida pondrá a prueba la imaginación y la memoria de sus nietas: Amy, Elizabeth y Maxine.
``¿Son nombres cristianos?'' Fue lo primero que preguntó Teresa el 4 de mayo de 1980, fecha en que logró realizar sus sueños: reunirse en San Ysidro con su hijo Daniel, conocer a su esposa Maggy y darles la bendición a sus descendientas.
Aquel 4 de mayo, en el trayecto de la terminal a la casa donde viviría su abuela, Amy, Elizabeth y Maxine se mantuvieron muy calladas. Ese mutismo inquietó a Teresa, tanto que se aproximó a Daniel y le murmuró: ``Estas criaturitas ¿hablan como nosotros o no?'' Cuando escuchó la respuesta afirmativa, Teresa suspiró con alivio, se reacomodó en el asiento del Buick comprado a plazos por Daniel y procuró convencerse de que --como iba diciéndole su hijo-- las calles sin accesorias ni talleres, monótonas y silenciosas, también son bonitas.
Cuando llegaron al barrio de San Ysidro donde iba a vivir, Teresa sintió que la punzaba la nostalgia: las casas pintadas de colores chillones, la música desbocándose por las ventanas y cierto olor en el aire le hicieron recordar Mexicalpán y al gremio de mineros de Zacatecas al que pertenecía su marido Apolonio. Entonces, por más que quiso evitarlo, un profundo llanto la sacudió. Maggy se apresuró a rodearle los hombros con sus brazos: ``Andele, mamá, póngase contenta. Yo le aseguro que aquí vive uno muy a gusto''.
Oir que su nuera la llamaba mamá reconfortó a Teresa y la compensó de no haber tenido una hija; luego se enjugó el llanto, se guardó el pañuelo entre los senos y antes de abandonar al Buick amarillo le preguntó a Daniel si las niñas estaban bautizadas: ``No quiero herejes en la familia''.
Aquel 4 de mayo, hasta bien entrada la noche, Daniel y Maggy recibieron visitas. Sus vecinos --algunos llegados tiempo atrás de Guanajuato y Puebla, otros de Michoacán, Oaxaca y Zacatecas-- se presentaron a darle la bienvenida a Teresa. Ella, en señal de agradecimiento, insistió en ofrecerles pinole y trocitos de dulce ``de mi tierra''.
Las figuritas rellenas de nuez eran parte de los regalos que Teresa les había llevado a sus nietas. A Maggy le obsequió un mantel hecho por ella misma; a Daniel le entregó lo que más podía agradarle: un retrato de su padre y una docena de paliacates rojos: ``Apolonio nunca quiso pañuelos de otra clase porque lo hacían estornudar''.
El comentario ahondó la nostalgia de Teresa y lloró otra vez. ``¿La abuelita está triste'' preguntó Amy, la mayor de las nietas. Daniel respondió: ``Extraña la tierra y también está cansada. El viaje en camión fue larguísimo'', y enseguida conté sus aventuras para llegar, once años atrás, a San Ysidro.
Lo que aquel 4 de mayo provocó el llanto de Teresa no fue el cansancio sino el recuerdo de su esposo Apolonio, consumido hasta el fin de sus días por las enfermedades de la mina. La idea de que su hijo no iba a morir, entre asfixias y bocanadas de sangre, le había fortalecido para darle el permiso y la bendición a Daniel cuando, a los 19 años, le anuncio su propósito de partir a los Estados Unidos. Ella primero se asustó: ``Aquello es grandísimo, te me vas a perder y a lo mejor ya ni vuelves''. Daniel ocultó sus propios temores y se ancló en un pacto: ``Madre: le prometo que apenas me acomode, mando por usté''.
Teresa espero once años antes de que se cumpliera la promesa y sus sueños. En todo ese tiempo ahondó su relación con sus vecinas de Mexicalpán, a quienes acudía con frecuencia para que le leyeran las cartas de Daniel. Las pocas ocasiones que el muchacho tenía dinero para llamarla por teléfono, Teresa terminaba la conversación haciendo un juramento: ``Ora sí, por Dios santo que voy a pedirle a alguien que me enseñe a escribir para que pueda mandarte mis noticias por carta''.
Teresa cumplió su compromiso mucho tiempo después de pronunciarlo. A los 65 años de edad se inscribió en un curso vespertino de alfabetización. Sus nietas y su biznieto Lloyd --hijo de Amy-- la vieron, durante muchos meses, salir rumbo a la iglesia bautista convertida por las tardes en escuela. Allí, junto con otras inmigrantes, Teresa se empeñaba en aprender las letras y garrapatear palabras en inglés y en español: ``Ban-de-ra: flag'', ``Es-tre-lla: star'', ``Ba-rra: bar''.
El esfuerzo era inmenso y los resultados casi nulos; sin embargo, Teresa nunca pensó en renunciar a las clases. Por terrible que fuera su tormento siempre sería mucho menor al que la aguardaba en caso de que las autoridades migratorias la sometieran a un examen y ella no fuese capaz de obtener resultados satisfactorios. ``Ban-de-ra: flag'', ``Es-tre-lla: star. Acuérdate, abuelita, si no es tan difícil''.
Durante el periodo que Teresa asistió a la escuela recibió la ayuda de sus nietas y de Maggy. ``No llore, mamá, nomás repítalo otra vez: barra-bar''. Daniel, con menos tiempo disponible para revisarle las tareas a su madre, se dedicó a tranquilizarla: ``No se apure, jefa, si no es para tanto. Estos gringos siempre andan detrás de nosotros, dizque para sacarnos, pero luego ya ve... Piense que llevo veintiocho años aquí y nunca me han agarrado''.
La explicación nunca fue satisfactoria para Teresa porque no respondía a la pregunta que más la inquietaba: ``Si me agarran ¿qué les sucederá a ustedes y qué harán conmigo?'' En esos momentos Daniel insistía en minimizar el peligro: ``Nada, nada'', pero su tono y su expresión reflejaban su propia inquietud.
Tendida en su cama, Teresa se pasaba las noches sin dormir, pensando en cómo sería su vida en caso de que la obligaran a regresarse a Zacatecas, donde no quedaba más rastro de su historia que la tumba de Apolonio ni más testigo de su existencia que algún pariente lejano al que de seguro iba a costarle muchísimo trabajo reconocerla.
Teresa sabía que, si llegaba a darse esa situación, ella sabría resistirla; pero también estaba cierta de que no iba a poder soportar la ausencia de Daniel, Maggy y sus nietas. Desde que las vio, aquel 4 de mayo de 1980, sintió preferencia por Amy. Su sentimiento se hizo más profundo el día en que la muchacha, después de un año de matrimonio, le anunció que iba a darle su primer biznieto: Lloyd. ``¿Seguro que es un nombre cristiano?''
Lloyd acaba de cumplir cinco años. Pasa mucho tiempo metido bajo la cama con la esperanza de que hasta allí llegue a buscarlo, como hacía cuando jugaban a las escondidas, su bisabuela. Esta noche Daniel se dio cuenta de que el juego es muy cruel; tomó a su nieto de la mano, lo sacó al porche y apuntó hacia el cielo: ``Allá arriba está mamá Teresa. Desde allí nos acompaña y nos cuida''.
Lloyd estiró el cuello y después de una búsqueda inútil confesó: ``No la veo. ¿Dónde está?'' Daniel apenas tuvo fuerzas para contestar: ``En aquella estrellita''. El niño levantó los brazos y gritó: ``Quiero irme con mamá Teresa''. Su alegría se desvaneció cuando oyó a su padre gemir: ``¿Por qué lloras, qué te pasa?'' ``Nada, nada'', respondió Daniel y con Lloyd de la mano entró en la casa.
Daniel no está seguro de si, cuando Lloyd crezca, le dirá la verdad; que su bisabuela jamás logró acordarse de cuántas barras y estrellas tiene la bandera norteamericana; que después de presentar tres exámenes, reprobarlos y recibir un citatorio de migración, prefirió quitarse la vida antes que verse condenada a pasar el resto de su vida sola y lejos de su familia.
Teresa Alcántara descansa en un cementerio de San Ysidro. Es una extensión de pasto donde no hay ángeles de piedra ni árboles que den sombra a las lápidas. Cuando lo visita, Daniel piensa que si su madre pudiera salir por un segundo de su tumba le preguntaría:
``Oye, hijo: ¿seguro que esto es un camposanto?''