La Jornada Semanal, 6 de abril de 1997


Atrás de la cortina de tortilla

Guillermo Gómez-Peña

El escritor y artista de performance Guillermo Gómez-Peña nació en México y vive en Estados Unidos desde 1978. Es uno de los principales interlocutores entre los dos lados de la frontera y un virtuoso de los lenguajes, incluidos la gestualidad y el spanglish. Autor del concepto "gringostroika", Gómez-Peña ha recibido el Prix de la Parole, el York Bessie Award y la beca de la Fundación MacArtur.



La capital de la crisis norteamericana Entre 1978 y 1991 viví y trabajé en las ciudades de Tijuana, San Diego y Los Ángeles, desplazándome continuamente de un lado a otro de la frontera. Yo era un viajero binacional cotidiano, como otros cientos de miles de mexicanos que viven en la franja divisoria. Cruzaba ese peligroso límite con regularidad: en avión, en coche y a pie. La frontera se convirtió en mi hogar, mi base de operaciones y mi laboratorio de experimentación social y artística. Mi arte, mis sueños, mi familia, mis amigos y mi psique estaban literal y conceptualmente divididos por ella. Pero la frontera no era una línea recta. Más bien se parecía a una cinta de Moebius. Sin importar dónde estuviera, siempre me encontraba "del otro lado", fracturado e incompleto, añorando sin cesar mis otros rostros, mi otra casa y mi otra tribu.

Gracias a mis colegas chicanos y cómplices fronterizos aprendí a percibir a California como una extensión de México, y a la ciudad de Los Ángeles como el barrio más septentrional del DF. A pesar de que muchos californianos se empeñan en negar el pasado mexicano de su estado, y a pesar de la relación agridulce que tienen con los mexicanos contemporáneos, "aquí" nunca me sentí realmente como un inmigrante. Como mestizo de grueso bigote y acento pronunciado, sabía muy bien que no era exactamente bienvenido; pero sabía también que millones de latinos, "legales" e "ilegales", mexicanos o no, compartían esa experiencia fronteriza conmigo.

En 1991 me mudé a Nueva York y mi cordón umbilical al fin reventó. Por primera vez en mi vida me sentí como un verdadero inmigrante. Desde mi departamento de Brooklyn, México y Chicanolandia parecían estar a millones de años luz (la república de Mexa York era un proyecto que aún no tomaba forma).

Decidí regresar al sur de California en 1993. A partir de los disturbios, Los Ángeles se había convertido en el epicentro de la crisis social, racial y cultural de Estados Unidos. Era, con renuencia, la capital de un "Tercer Mundo" cada vez más grande dentro de un "Primer Mundo" cada vez más pequeño. Yo quería ser testigo y cronista de esta maravillosa locura.

Encontré una ciudad en guerra consigo misma; una ciudad duramente castigada por las fuerzas naturales y sociales; una ciudad cuya experiencia cotidiana era una versión concentrada de las distintas crisis que enfrentaba el país entero. Sus estructuras políticas son disfuncionales y su economía está por los suelos, los recortes al prespuesto de defensa han generado mayor desempleo y las tensiones raciales ocupan el primer lugar en los boletines diarios de prensa. Los niveles de crimen y pobreza son comparables a los de cualquier ciudad del Tercer Mundo. Y todo lo anterior coincide con una crisis de identidad nacional sin precedentes: a Estados Unidos, tras el fin de la guerra fría, le está costando mucho trabajo abandonar su nostalgia imperial, y tiene grandes dificultades para abrazar su alma multirracial y aceptar su estatus del primer país "desarrollado" que se integra al Tercer Mundo.

Quizá lo que más me asustó fue darme cuenta de quién estaba siendo culpado por todo el revuelo. La comunidad inmigrante mexicano/latina fue el chivo expiatorio, señalada por un amplio conjunto de políticos demócratas y republicanos, grupos fanáticos de ciudadanos como SOS ("Save Our State"), y por ciertos sectores de los grandes medios, como la causa principal de todos nuestros males sociales. La 187 ųpropuesta racista de ley que niega servicios médicos no urgentes y servicios de educación a los "migrantes ilegales", y que, por fortuna, actualmente está siendo impugnada en las cortesų fue aprobada con el 60% de los votos el 8 de noviembre de 1994; así, cada doctor, enfermera, boticario, policía, maestro de escuela y "ciudadano responsable" se convirtió en un virtual patrullero fronterizo. Además, la misma gente que apoyó la 187 se opuso a los derechos de las mujeres y los homosexuales, a la ley affirmative action que protege los derechos de las minorías", a la educación bilingüe, la libertad de expresión y la existencia del National Endowment for the Arts (Fondo Nacional para las Artes) y la Corporation for Public Broadcasting (Corporación de Radio y Televisión Públicas). ƑPor qué? ƑQué significa todo esto? ƑQué estamos perdiendo?

Godzilla con sombrero de mariachi

A pesar de que Estados Unidos ha sido una nación de inmigrantes y viajeros fronterizos desde su violenta fundación, el espíritu nativista no deja de manifestarse de tiempo en tiempo. Históricamente, la identidad estadunidense ha dependido del enfrentamiento con "otro" ųun "otro" cultural, racial o ideológico. Los estadunidenses necesitan ubicar al "enemigo" para definir sus límites personales y nacionales al oponerse a él. Desde los originales habitantes indígenas de este continente hasta los antiguos soviéticos, un "otro" maligno siempre ha estado al acecho y listo para atacar.

Hoy en día, los "migrantes ilegales" están siendo culpados de todo aquello que los ciudadanos estadunidenses y sus políticos incompetentes no han podido ųo queridoų resolver. Los inmigrantes indocumentados son despojados de su humanidad e individualidad, para convertirse en pantallas en blanco donde los estadunidenses proyectan su temor, ansiedad y rabia. En California y otros estados del suroeste, esta otredad amenazante se presenta como una inmensa masa que incluye a mexicanos, latinos (sin distinguir a los latinos nacidos en Estados Unidos), gente con aspecto mexicano (imposible precisar qué se quiere decir con esto), la cultura mexicana y chicana y el idioma español. La terrible amenaza está aquí, en "nuestro" país, de este lado de "nuestras" fornteras, poniendo en peligro no sólo "nuestros" empleos y barrios sino también "nuestros" ideales de justicia y orden.

El espíritu antiinmigrante se ha convertido en la fuerza galvanizadora que está detrás del resurgimiento de un falso sentimiento patriótico. Los "verdaderos" estadunidenses (en oposición a los invasores de piel oscura) se perciben a sí mismos como las víctimas de la inmigración. "A no ser por ellos, todo estaría bien." De todos los argumentos que se esgrimen en contra de la inmigración, tal vez el más socorrido consiste en que Estados Unidos ya no tiene la misma capacidad que tuvo en el pasado de absorber a los inmigrantes; la Estatua de la Libertad está agotada y necesita un descanso. Lo que no se dice abiertamente es que necesita descansar sobre todo de los inmigrantes de color, los más "diferentes", aquellos menos capaces o dispuestos a adaptarse. Tristemente, algunos sectores de las comunidades latina y afroamericana también suscriben estas creencias nativistas absurdas y olvidan que ellos también son considerados como parte del problema. A los ojos del xenófobo, cualquier persona con rasgos visiblemente diferentes ųcolor de piel, ropa, conducta social o sexualų es un forastero.

El desdibujamiento de la frontera

En el corazón de la xenofobia se encuentra siempre el miedo. Éste resulta especialmente inquietante cuando está dirigido a las víctimas más vulnerables: los trabajadores migrantes. Ellos se convierten entonces en los "invasores" del sur, en la encarnación humana de la Mexican fly, en los "mojados" infrahumanos, en el alien o extraterrestre que viene de una galaxia ųuna culturaų distinta. Son acusados de apoderarse de "nuestros empleos", de comerse "nuestro presupuesto", de aprovecharse del sistema de welfare, de no pagar impuestos y de acarrear enfermedades, drogas, violencia callejera, ideas extranjeras, ritos paganos, costumbres primitivas y sonidos extraños. Sus razgos indígenas y vestimenta humilde evocan la imagen de un pasado americano pre-europeo, de esas tierras míticas localizadas al sur que se encuentran sumergidas en la pobreza y el revuelo político ųsitios donde los inocentes gringos son atacados sin ningún motivo. Estos invasores, sin embargo, ya no habitan el pasado remoto, alguna república bananera o una película de Hollywood; ahora viven a la vuelta de la esquina, y sus hijos asisten a las mismas escuelas que los niños anglos.

No hay nada más aterrador que la desaparición de la frontera entre ellos y nosotros, entre el sur dantesco y el norte próspero, entre paganos y cristianos. Muchos estadunidenses consideran que la frontera no ha logrado detener la introducción furtiva del caos y la crisis (curiosamente, el origen del caos y de la crisis siempre está en otra parte, afuera). Su peor pesadilla por fin se ha hecho realidad. Estados Unidos ya no es una extensión ficticia de Europa, ya no es el suburbio tranquilo y saludable que imaginó el guionista de Lassie. Por el contrario, el país se está convirtiendo rápidamente en una inmensa zona fronteriza, una sociedad híbrida, una raza mestiza y, peor aún, este proceso parece ser irreversible. "América" se encoge día a día, al tiempo que el aroma penetrante de las enchiladas se eleva en el aire y aumenta el volumen de la quebradita.

Tanto el activismo antiinmigrante como los medios de comunicación conservadores han empleado metáforas sumamente cargadas para describir este proceso de "mexicanización". Las imágenes que emplean para tipificarlo son las de una pesadilla cristiana ("el infierno a nuestras puertas"), un desastre de la naturaleza ("la ola café"), una enfermedad mortal, un virus incurable, una forma de violación demográfica, una invasión cultural o bien el comienzo aterrador de un proceso de secesión o "quebequización" de todo el suroeste estadunidense.

De manera paradójica, el país supuestamente responsable de todas estas ansiedades es ahora un íntimo socio comercial de Estados Unidos. Pero el TLC sólo regula el intercambio de productos de consumo; los seres humanos no están incluidos en el acuerdo. Nuestra nueva comunidad económica defiende el libre mercado y las fronteras cerradas. Con la entrada en vigor del TLC, la cortina de tortilla está siendo reemplazada por una muralla metálica que se parece a aquella que "cayó" en Berlín.

Las contradicciones de la utopía

Muchos ciudadanos norteamericanos olvidan con facilidad que, gracias a los mexicanos "ilegales" contratados por estadunidenses "legales", sobreviven las industrias alimenticia, del vestido y turística de California y del resto del suroeste estadunidense. Olvidan que las fresas, manzanas, uvas, tomates, lechugas y aguacates que comen fueron cosechados, preparados y servidos por manos mexicanas. Y que esas mismas manos "ilegales" limpian y atienden los bares y restaurantes que frecuentan, arreglan sus coches descompuestos, pintan y trapean sus casas y cuidan sus jardines. Olvidan también que sus bebés y ancianos están bajo el cuidado de nanas mexicanas. La lista de las aportaciones subvaluadas de los "inmigrantes ilegales" es tan larga que, sin ellas, muchos estadunidenses no podrían conservar su actual estilo de vida. A pesar de esto, los opositores de la inmigración ilegal prefieren creer que sus ciudades y barrios son menos seguros, y que el nivel de sus instituciones culturales y educativas ha descendido desde que se nos permitió la entrada.

Lo que comienza como retórica incendiaria tarde o temprano se convierte en dogma aceptado, y sirve para justificar la violencia racial que se comete en contra de inmigrantes ilegales sospechosos. La operación Gatekeeper (Portero), la Propuesta 187 y SOS han enviado un mensaje muy alarmante: cuentan ustedes con el apoyo del gobernador, caigan sobre esos "inmigrantes" con toda la fuerza de la que son capaces. Como su estancia aquí es "ilegal", son personas desechables. Como no cuentan con una "residencia legal", tampoco poseen derechos civiles y humanos. Agredir, atacar y ofender a un criminal sin rostro o nombre parece no tener implicaciones legales o morales. Precisamente por su condición de indocumentados, los "inmigrantes" no tienen quién los defienda en caso de que decidan responder u organizarse políticamente. Si realizan manifestaciones o se involucran directamente en actos políticos, o si reportan un crimen a la policía, corren el riesgo de ser deportados. Cuando el policía o la patrulla fronteriza vulneran sus derechos humanos, no tienen a dónde acudir para obtener ayuda. Son blanco fácil de la violencia estatal, de la explotación económica y de los ciudadanos que toman la ley en sus manos. Y, con frecuencia, la policía y la ciudadanía son incapaces de distinguir entre un "inmigrante ilegal" y un latino nacido en Estados Unidos.

Medidas suicidas y propuestas ilustradas

Las soluciones autoritarias al "problema" de la inmigración no pueden más que agravar la situación. Proseguir con la militarización de la frontera, al tiempo que se desmantelan los sistemas social, médico y educativo en apoyo a los inmigrantes, sólo se traducirá en el incremento de las tensiones sociales. La imposibilidad de los inmigrantes de obtener servicio médico ocasionará más enfermedades y embarazos adolescentes. Echar de la escuela a 300,000 chavos y lanzarlos a las calles únicamente contribuirá al aumento del crimen y a la desintegración social. Estas propuestas no sólo serán contraproducentes, sino que contribuirán a despertar un creciente nacionalismo en las comunidades chicano/latinas, y repolitizarán a numerosos grupos que se mantuvieron pasivos durante la década anterior. Cualquier comunidad atacada tiende a ser más desafiante.

Entonces, Ƒqué hacer con el "problema" de la inmigración? Antes que nada, necesitamos dejar de identificarlo como un "problema" unilateral. Seamos honestos. El fin de siglo asusta por igual a anglos y latinos, a inmigrantes legales e ilegales. Ambos lados se sienten amenazados, desplazados y arrancados de sus raíces, a distintos grados y por diferentes motivos. En el fondo, compartimos el temor de que los empleos, la comida, el aire y la vivienda no alcancen para todos. Y sin embargo, no podemos negar los procesos interdependientes que definen nuestra experiencia como norteamericanos contemporáneos. En una América pos-TLC y pos-Guerra Fría, los modelos binarios de nosotros/ellos, Norte/Sur y Primer Mundo/Tercer Mundo ya no son útiles para la comprensión de nuestras complicadas dinámicas fronterizas, nuestras identidades transnacionales y nuestras comunidades multirraciales.

Ha llegado la hora de reconocerlo: los anglos no van a regresar a Europa, y los mexicanos y latinos (legales o ilegales) no van a irse de vuelta a América Latina. Todos llegamos para quedarnos. Para bien o para mal, tenemos en nuestras manos el destino y las aspiraciones del otro. Desde mi punto de vista, la única solución posible es un cambio de paradigma: debemos aceptar que todos somos protagonistas en la creación de una nueva topografía cultural y un nuevo orden social, donde todos somos "el otro" y necesitamos de otros "otros" para poder existir. El carácter híbrido de nuestros países ya no está en la mesa de discusión; es un hecho demográfico, racial, social y cultural. Nuestra verdadera tarea ahora consiste en adoptar nociones más fluidas y tolerantes de la identidad personal y nacional, y en desarrollar modelos de coexistencia pacífica y de cooperación multilateral, más allá de la nacionalidad, la raza, el género y la religión. Para lograrlo hace falta, más que patrullas fronterizas, murallas y leyes punitivas, mayor y mejor información sobre el otro. La cultura y la educación desempeñan un papel central en esta solución. Necesitamos conocer y aprender el idioma, la historia, el arte y la tradición cultural del otro. Debemos educar a nuestros hijos sobre los peligros del racismo y sobre las complejidades que entraña la vida de una sociedad multirracial y sin fronteras. Es decir, la inevitable sociedad del siglo venidero.

El papel que pueden cumplir los artistas y las organizaciones culturales en este cambio de paradigma es determinante. Los artistas pueden hacer el papel de intermediarios entre las comunidades, pueden ser los diplomáticos ciudadanos, el ombudsman o los intérpretes fronterizos. Nuestros espacios artísticos tienen la posibilidad de cumplir con las funciones múltiples de santuarios, zonas desmilitarizadas, centros de activismo contra la xenofobia y semilleros de ideas para el diálogo intercultural y trasnacional. Los proyectos de colaboración entre artistas de distintas comunidades y nacionalidades pueden lanzar un fuerte mensaje a la sociedad en general: sí, podemos hablar unos con otros. Podemos relacionarnos a pesar de nuestras diferencias, nuestro miedo y nuestra rabia.


Traducción: José Wolffer