La Jornada Semanal, 6 de abril de 1997
La experiencia de vivir y adaptarse a los usos y rituales del otro
lado está presente, como piedra miliar de la conciencia que
despierta, en la memoria de dos de nuestros mayores hombres de letras
e intelectuales mexicanos. Y lo está porque tal experiencia fue
vivida en la etapa formativa de sus respectivas infancias. Me refiero
aquí a José Vasconcelos y Octavio Paz. Vasconcelos la
relata en las páginas iniciales de su primer tomo de memorias,
Ulises Criollo (1936), donde cuenta el periplo que llevó
a su familia a establecerse en Piedras Negras, Coahuila, frente a la
ciudad Texana de Eagle Pass, a fines del siglo pasado. En aquella
época, recordaba José Vasconcelos: "El odio de
raza, los recuerdos del cuarenta y siete, mantenían el
rencor. Sin motivo y sólo por el grito de greasers o de
gringo, solían producirse choques sangrientos." Por
eso mismo su experiencia en la escuela de Eagle Pass fue amarga y su
iniciación consistió en un pleito con sus
compañeros anglos. Sin embargo, la pelea que nuestro Ulises
Criollo recuerda con mayor entusiasmo y detalle ocurrió a causa
de la batalla de El Álamo: "Apenas terminó la
lección, nos dirigimos al extremo inmediato a la escuela. Un
numeroso grupo nos seguía. Se hizo el corro. Empezamos a
pegarnos con saña. Desde el principio llevé la peor
parte... Era costumbre que el vencido exclamase 'basta'; en ese
instante se suspendía el combate y los adversarios se
estrechaban las manos, como en el ring. Los amigos me gritaban:
'Ríndete, basta'. Pero la ira me hacía olvidar las
heridas; no sentía el dolor, aunque me desangraba; por fin vino
el maestro a separarnos. Y como no hubo shake hands,
quedó pendiente el encuentro." Al día siguiente y
ya curado por su madre, el niño José Vasconcelos
pasó la mañana sabiendo que por la tarde, a la salida de
la escuela, el combate se repetiría. A mediodía,
"mientras comía rumiando con el pan la amargura de mi
derrota de la víspera, se me acercó un
condiscípulo mexicano, de los nacidos y criados a la orilla del
río", quien le pasó una navaja con la
explicación de que los gringos le tenían "miedo al
fierro". Y así fue. Aquella tarde, el Ulises Criollo, como
en un episodio de la guerra de Troya, exhibió "abierta la
hoja, la navaja del compatriota", y la pelea se suspendió
para siempre. Vasconcelos dejó de ser molestado y pudo
así aprovechar las clases que lo fascinaban, leer la literatura
universal, que estaba, en las estanterías de la biblioteca de
la escuela de Eagle Pass, al alcance de sus manos y pudo, para solaz
de su imaginación, disfrutar aquellos libros amplia y
serenamente desde entonces.
Un episodio similar en sus causas aunque menos drástico en su resolución lo enfrentó el niño Octavio paz, en 1920, en una escuela de Los Ángeles, California. Como nuestro premio Nobel lo refiere en su libro Inventario (FCE, 1993): "Los azares de la guerra civil llevaron a mi padre a los Estados Unidos. Se instaló en Los Ángeles, en donde vivía una numerosa colonia de desterrados políticos. Un tiempo después lo seguimos mi madre y yo. Apenas llegamos, mis padres decidieron que fuera al kindergarten del barrio. Tenía seis años y no hablaba una sola palabra de inglés. Recuerdo vagamente el primer día de clases: la escuela con la bandera de los Estados Unidos, el salón desnudo, los pupitres, las bancas duras y mi azoro entre la ruidosa curiosidad de mis compañeros y la sonrisa afable de la joven profesora, que procuraba aplacarlos." Pero a la hora del recreo, cuando el niño Paz pidió una cuchara en español, la palabra cuchara se volvió una fórmula verbal para burlarse del recién llegado entre sus compañeros anglos. En una especie de linchamiento, Octavio Paz tuvo que enfrentar el griterío ensordecedor, la violencia que iba pasando de lo verbal a lo físico: "Uno me dio un empujón, yo intenté responderle y, de pronto, me vi en el centro de un círculo: frente a mí, con los puños cerrados y en actitud de boxeo, mi agresor me retaba gritándome: ššcuchara!! Nos liamos a golpes hasta que nos separó un bedel. Al salir nos reprendieron. No entendí ni jota del regaño y regresé a mi casa con la camisa desgarrada, tres rasguños y un ojo entrecerrado. No volví a la escuela durante quince días; después, poco a poco, todo se normalizó; ellos olvidaron la palabra cuchara y yo aprendí a decir spoon." Lo curioso es que esta vivencia la repitió el niño Paz, cuando su familia regreso a la ciudad de México y sus compañeros mexicanos lo vieron como un extranjero, como un anglo, y tuvo que pelear por su derecho a diferir, a ser diferente.