La Jornada lunes 7 de abril de 1997

Héctor Aguilar Camín
El pleito de las calles

A tontas y a locas, alcaldes panistas decididos a nombrar y renombrar calles han tocado una veta de fuego, hasta ahora invisible, de la transición democrática de México: la veta del pleito por la historia. Fue Gramsci quien enseñó a mi generación que los nombres de las calles y los pueblos son un espacio de lucha ideológica. Detrás de esas nomenclaturas inocentes, naturales a fuerza de familiares, se esconde un triunfo político, una toma de partido histórico y una estrategia de instrucción pública. La reiteración de Hidalgos y Morelos, Constitución y Revolución en las calles de México no es sólo un acto de falta de imaginación pública. También es una estrategia de formación de la conciencia ciudadana. La repetición es aquí creadora; la rutina funda. Nombrar sigue siendo un privilegio adánico, fundador. El pleito por la nomenclatura de plazas y calles es parte del pleito por la conciencia nacional.

La nomenclatura pública de México ha sufrido dos grandes procesos de fundación nominal: el novohispano colonial y el liberal-revolucionario. Los españoles castellanizaron la nomenclatura indígena de pueblos, oratorios y ciudades prehispánicos; los liberales y luego los gobiernos de la revolución ``desrreligionizaron'' la nomenclatura española. Fueron dos luchas, no nada más dos imposiciones. Y no hubo en ellas ganadores absolutos. Nuestras calles como nuestra memoria son un palimpsesto de ganadores y perdedores, de novedades y antiguallas, imposiciones y resistencias. Ningún pueblo serio se ha dejado cambiar el nombre viejo sin resistencia. Recuerdo la resistencia del pueblo michoacano de San José de Gracia, inmortalizado en un libro por su historiador Luis González y González, abuelo, padre y primer vástago robusto de la microhistoria mexicana. Los josefinos resistieron hace poco una ofensiva nominalista para quitarle el San a su pueblo y así entregarlo a las obligaciones patronímicas de un prócer ignoto llamado Ornelas.

Nada tan inobjetable y familiar como el nombre de las calles que hemos visto y oído desde niños. Nada tan extraño y a su manera tan violento como acostumbrarse al nuevo nombre de una calle, un pueblo, un estadio o una ciudad. La historia de la efectividad pública del triunfo liberal podría hacerse siguiendo el proceso de ``dessantificación'' de la nomenclatura pública preliberal, novohispana, indígena y católica de México: calles y ciudades, barrios y aldeas, que perdieron el San y el santo para ganar el Gral. y el Lic.

La nación mexicana moderna es hija del triunfo liberal del siglo XIX. Fue un triunfo amplio y claro que fundó la nación, pero excluyó a los perdedores e impuso una visión de la historia también excluyente, la cual no ha cesado desde entonces de imponer su dominio. Esa es la versión canónica, la línea de fuego, que han cruzado, tontamente, los alcaldes panistas que suprimen e imponen nombres a las calles. Es evidente la tontería de poner el nombre del alcalde en funciones a una calle que se llamaba Constitución o Reforma. Pero el tema de fondo es que si el PAN, o cualquier otro partido, tiene en verdad vocación de poder y, por lo tanto, de fundación o corrección históricas, no puede dejar de desafiar el santoral previo.

La historia se hace todos los días, en un doble sentido: ocurre y, al ocurrir, transforma nuestra visión de lo ocurrido, subraya y condena, absuelve y recuerda, tamiza, a veces drásticamente, el pasado. México ha sido gobernado de cierta manera incontestable, en sus leyes tanto como en sus costumbres y su visión del pasado. Su idea de la historia, cristalizada en la nomenclatura pública, es la expresión de ese dominio, de los consensos y las celebraciones impuestas por los triunfadores. No es posible proponerse el cambio cualitativo de la vida pública de un país sin revisar su idea de la historia nacional, la cual es siempre una construcción política, con tantas zonas mitológicas como reales. La mitología cívica es parte de la dominación política y no puede cambiarse una, sin someter a revisión la otra.

Más allá de los intereses políticos de los partidos que se disputan el poder en México -y con él, su conciencia y su sentido de la historia- hay correcciones e inclusiones que hacer en la visión al uso de nuestra historia, montada en muchos aspectos todavía sobre la exclusión liberal. Ni la tontería parroquial de los alcaldes panistas ni las furias canónicas de los priístas defensores del santoral liberal, deberían regir la necesaria revisión, seria, racional de estos asuntos. Hace falta una discusión radical del tema. La Jornada sería un buen foro para intentarlo, junto con otros medios que se propusieran hacerlo con la profundidad, inevitablemente sacrílega, que el asunto amerita.