Ausente de la Real Maestranza de Sevilla, que me aromó las horas de aquellas tardes toreras y noches de juerga, lejos de la ciudad armónica y luminosa que llenó de belleza, las impresiones de los grandes artífices del toreo; Rafael de Paula y Curro Romero, no me queda más que la amable melancolía de las añoranzas, ante la lectura por las crónicas de la triunfal actuación de Curro en la inauguración de la Feria de Sevilla, siguiendo la tradición de su actuación en dichas corridas en los Domingos de Resurrección, y por otro lado, la agradable sorpresa de la espectacular actuación de la alternativa de El Zotoluco, en Madrid.
Curro Romero y Sevilla son nombres que se enlazan en un maridaje tan absoluto que resulta redondancia. Unidos los términos son la exaltación lírica y pasional de la torería y clasicismo del concepto artístico de Curro Romero, quien a sus 63 años es lo más vivo y sugerente de la tierra andaluza y el toreo actual.
Florece en las primaveras cuando al mecer la verónica, desde la campiña esmeralda con los naranjales en flor, como gigantes incenciarios, éstos le ofrendan sus fragancias y aplauden su naturalidad torera, al ritmo del azul cobalto del cielo que fulge el sol meridional y le inflama la sangre, para darle con su torear el espíritu que lo diferencia de los demás toreros, incluidos Ponce y Joselito, a los que barrió con su singular estilo, que es el canto del río legendario con arrullos murmuradores.
Y si en Sevilla Curro Romero infundió en los andaluces la alegría del juego de vivir en su lectura de la verónica, en Madrid, un torero mexicano, El Zotoluco, con una corrida del Conde de la Maza, grande, cornalona, aspifina y fiera, revivió a su vez el espíritu azteca, fundido en el encanto místico y tenebroso del diferir la muerte.
El Zotoluco revivió el toreo a la antigua con toros de casta. Toros del doble de los que se lidian en México y mayores con mucho de los lidiados en España. Sus pases naturales fueron la síntesis espiritual del deseo de buscar la muerte en los pitones asesinos, en las encastadas embestidas, recuperándole al toreo la emoción perdida. Emoción sólo rescatada con la belleza del quehacer de toreros como Curro, que se dan uno por generación.
Mientras el gran público, la multitud alborotadora, los devotos del toreo a toritos mansos inofensivos, ya conocedores de la teatralidad de la mayoría torería andante dejó vacíos los tendidos de la plaza madrileña, los cabales, presenciaron la emoción que da el toro bravo, cinqueño, con astas desarrolladas en cuchillos de siete filos y un ansia endemoniada de penetrar las carnes toreras, tirando cornadas a diestro y siniestro.
A estos toros se impuso El Zotoluco, con un toreo verdad, cruzándose a pitón contrario y trayéndose toreados a los toros, a los que remataba debajo de la cadera. Fue tan impresionante su torear que congelaba la sangre de los cabales, al grado de que no se oía ni un rumor, ni los olés. Sólo la respiración entrecortada por la emoción que da el toro con casta.
Si Curro llenó de aromas La Maestranza, El Zotoluco llenó de emoción la monumental de Las Ventas y se abrió las puertas de las plazas de España.