México despidió ayer, en medio de una consternación generalizada, a Heberto Castillo Martínez, senador de la República, miembro de la Cocopa, ex candidato presidencial, cofundador del Partido Mexicano Socialista y del Partido de la Revolución Democrática, fundador del Partido Mexicano de los Trabajadores, perseguido y preso político en los tiempos negros de Gustavo Díaz Ordaz, maestro solidario con los estudiantes de 1968 e integrante del Movimiento de Liberación Nacional que echara a andar Lázaro Cárdenas en los ya lejanos años sesenta.
Además de político y luchador social inclaudicable, Heberto Castillo fue además un defensor de la soberanía petrolera nacional, un sólido articulista, un científico destacado y fecundo, inventor de métodos constructivos y estructurales, y un hombre comprometido con el país en todos los terrenos.
Heberto Castillo participó en prácticamente todas las gestas sociales y políticas democráticas y progresistas ocurridas en México en las últimas cuatro décadas. En la cárcel, en la organización y dirigencia partidarias, en sus columnas periodísticas, en sus puestos como legislador, en sus actos de campaña y en su desempeño científico y profesional se ejerció siempre con honestidad ejemplar y con apego a sus convicciones a favor del cambio democrático y la justicia social.
De esta manera, su nombre y su obra han quedado vinculados a ese tramo de la historia nacional y a la de la difícil e incierta transición que vive el país en el momento actual.
En circunstancias en las que la nación requiere acuerdos básicos y de consensos políticos en torno a la ruta de su propia transición, el fallecimiento del luchador social y político ha sido uno de esos raros momentos en que la generalidad de la clase política, la intelectualidad, los medios, el mundo académico y el empresarial, han coincidido en torno a un punto: la enorme pérdida que este hecho significa para el país. A lo largo de toda su vida, e incluso en su muerte, Heberto Castillo fue un mexicano constructivo, positivo, un hombre talentoso y bien intencionado. Descanse en paz.
Las cifras son claras y preocupantes: de acuerdo con las estimaciones del Programa Nacional para la Prevención y el Control del Sida 1997-2000, en este último año los 90 mil enfermos de sida podrían haber contagiado a un promedio de cuatro personas cada una y, por lo tanto, en los próximos tres años cerca de 360 mil mexicanos podrían llegar a padecer ese mal, de los cuales sólo 90 mil sobrevivirían. Además, la enfermedad se multiplicará en forma geométrica, ya que cada año nacerán cientos de niños con VIH y se infectarán más de mil mujeres, que a su vez transmitirán la enfermedad, sin contar con que el retorno de Estados Unidos de muchos migrantes puede elevar significativamente el número tanto de los portadores del contagio como de los contagiados, sobre todo en las zonas rurales y entre quienes poseen menos conocimientos y menos recursos y, por lo tanto, recurren demasiado tarde a los servicios de las autoridades sanitarias.
Los hombres jóvenes, en particular los homosexuales y los bisexuales, son quienes corren mayor riesgo, junto con quienes se drogan por vía intravenosa, así como las prostitutas en la frontera sur o en las grandes capitales que, por despreocupación o por imposición de sus clientes, no utilizan preservativos.
Ante la gravedad de la circunstancia, es correcta la decisión de las autoridades de alentar el uso del condón en los grupos con prácticas de riesgo, de distribuir con este propósito millones de preservativos y de incorporar el tema del sida y de las enfermedades de transmisión sexual en los libros de texto correspondientes a los últimos años de primaria. La falta de información sobre la práctica del sexo seguro ha permitido por decenios la difusión de todo tipo de enfermedades venéreas y, en los últimos años, desde que se detectó el sida en México, ha causado indirectamente la muerte de más de 24 mil víctimas en el país.
Cabe señalar que uno de los factores que más perniciosamente inciden en la difusión de la epidemia son las contracampañas que realizan sectores de la Iglesia católica, grupúsculos ultraderechistas y fanáticos como Pro-Vida y algunas ``uniones de padres de familia'' y miembros del Partido Acción Nacional. En aras de defender e imponer a la población una moral absolutamente anacrónica y una visión del mundo del todo ajena a las postrimerías del milenio, estos actores sociales, al torpedear las campañas sanitarias oficiales, están desempeñando un injustificable papel como aliados objetivos de la enfermedad y como promotores de la muerte. Sus presiones contra las autoridades sanitarias y sus campañas cargadas de fatalismo, obstaculizan gravemente la lucha contra el sida y obligan a convertirla en un combate simultáneo contra la ignorancia, la hipocresía y los desastrosos intentos de suplantar los programas de salud y las acciones epidemiológicas por una prédica moralina que llevará a la tumba a muchos de quienes le presten oídos. En suma, para evitar la propagación del VIH debe combatirse, en primer lugar, la propagación del oscurantismo.
Ante la necesidad de librar este doble combate, la sociedad y las autoridades sanitarias deben fijarse como objetivos la construcción de una conciencia colectiva y la ruptura del muro del silencio y de la resignación, junto con la difusión de los condones y de la prevención sanitaria en todo el país. En esta reconstrucción de las mentalidades ocupa una parte importante el combate contra la demonización de la enfermedad y de los pacientes, y el ostracismo a que se ven sometidos los enfermos de sida o los grupos que más posibilidades tienen de contraer el mal. Sólo si ellos tienen la seguridad y la responsabilidad que se requieren para recurrir a tiempo a las curas necesarias, podrán salvar sus vidas y reducir el margen de contagio.