Tres mil kilómetros de frontera entre México y Estados Unidos se han traducido en una relación compleja y contradictoria. A un tiempo, de acercamiento e influencia... de alejamiento y exclusión: ``vecinos distantes'', según el título certero de Alan Riding.
El desigual nivel de desarrollo ha definido, en buena medida, la naturaleza de nuestros vínculos y de la agenda bilateral, incluida la atracción irresistible a trabajadores migratorios. Así, entre los muchos temas de la agenda -comercio, narcotráfico, etcétera- el migratorio es uno de los más relevantes. Cuestión que preocupa, por distintas razones, a los dos países.
La visión estadunidense del fenómeno fue influida por el cambio sensible que, a partir de las décadas de los cincuenta, empezó a experimentar en el perfil -número, procedencia, cultura- de sus inmigrantes: ya no vendrían predominantemente de Europa, sino de países latinoamericanos y asiáticos. Para valorar la mutación bastaría decir que entre 1950 y 1990, la cantidad de mexicanos que emigró al extranjero -en su mayoría hacia Estados Unidos- pasó de aproximadamente 250 mil personas a 4.5 millones, es decir, en un lapso de 40 años se incrementó más de 15 veces.
Para sectores influyentes de Estados Unidos, la inmigración es, esencialmente, un peligro político-social, y aunque las voces de alerta hablan de sus impactos en la economía y, particularmente, en el empleo y en las políticas y las instituciones de seguridad social, detrás de estos ``argumentos'' está un sentimiento xenófobo y etnocéntrico: el miedo a la contaminación de valores culturales ajenos, la propagación de formas de vida y concepciones del mundo que pueden desdibujar la cultura hegemónica estadunidense, por ejemplo la ``caribeanización''.
Casi sin pensarlo, Estados Unidos ha ido creando un nuevo tipo de civilización, caracterizada por la sobrepoblación y la fusión de culturas. En sus grandes ciudades, Nueva York, Los Angeles, Miami, por ejemplo, es evidente el carácter pluricultural, multirracial y cosmopolita de sus pobladores. En las escuelas estadunidenses conviven personas que hablan hasta 81 lenguas diferentes -90 por ciento provenientes del Tercer Mundo- y no puede soslayarse que cada lengua lleva a cuestas una cultura que va interactuando con la cultura estadunidense ``dominante'', para crear ``algo'' nuevo.
Hay una realidad económica que hará impracticable la nueva Ley de Inmigración (Acta 1996). No podrá regir situaciones afectadas por el comporta- miento de la economía, entre ellas, la indispensabilidad de mano de obra barata de los ciclos de distintas ramas en Estados Unidos, y la reacción de los grupos de interés que se benefician con ella del otro lado de la frontera.
Pero al margen de la cuestión económica está otra de naturaleza ética que rechaza la segregación racial y la violación de los derechos humanos y laborales de los trabajadores migratorios (en la mayoría de los casos, la mano de obra indocumentada labora sin protección social, por un salario menor al legalmente establecido, etcétera).
Las normas que han entrado en vigor son de una gravedad inocultable; La Ley sobre la Reforma a la Asistencia Social, por ejemplo, establece que sólo se podrá tener derecho a la asistencia si se pueden demostrar cuando menos diez años de estancia legal en el país. Los migrantes sin documentos perderán los beneficios del servicio médico destinado a personas de bajos recursos...
Nadie sensato puede negar el derecho de una nación, en este caso Estados Unidos, a definir, dentro de sus fronteras, las reglas que mejor atiendan sus intereses, pero tampoco es posible guardar silencio ante lo que traducen sus iniciativas: una incomprensión del fenómeno migratorio, la discriminación racial, la xenofobia.
En esta materia, como en la lucha contra el narcoconsumo y el narcotráfico, la mejor solución es la cooperación, no medidas unilaterales que, además de ineficaces, generan desarreglos en la relación de dos países que nunca dejarán de compartir fronteras.