Hermann Bellinghausen
La señorita Pereda

``La admisión es gratuita para cualquiera que pueda entrar''
William S. Burroughs

1. Su reunión era bajo estricto secreto de ellos mismos, una vez al mes y con el quórum que hubiera. Sus vidas no tenían nada en común, pero en las reuniones, tan reunidos conseguían estar, que sus existencias convergían. Vista de fuera, parecía una secta. En cierto modo lo era, sólo que las sectas se proponen algo y ésta carecía de finalidad.

Se identificaban por el halo; sólo ellos lo veían en quienes lo tenían y eran capaces de ser vistos. Reconocimiento instantáneo. Así se reclutaban. Bueno, no era un reclutamiento, sino un hallazgo venturoso. En un asiento del camión, a la salida del cine, en un alto, o un paseo, un mercado, bailes, museos, esquinas, qué sé yo.

Pero así dicho pareciera algo simple y frecuente, y no. A unos no les ocurría más de una vez por década, mientras otros tenían una maldita suerte que los topaban donde fuera. Los llamábamos Los Reconocedores.

Raro que se reunieran más de 10 halópatas y que en el registro hubiera más de 15 a la vez y tan esporádicas las deserciones (o fallecimientos) como los nuevos ingresos. Una secta estable.

Yo no tengo el halo, déjenme decirles, pero me invitaban como para confirmar que la reunión existía. Para anclar su secreto en algo fuera del halo. Parece que así le hacen los halópatas de todo el mundo. Se consiguen unos babotas como yo y los ponen a que vean y no entiendan.

Una vez que me invitó Patricio me tocó la aparición de Casilda. Claro, se llamaba Susana Guadalupe Remedios Pereda Lara, pero Abelardo, el Reconocedor más activo, y quien la trajo, la presentó así y así se llamó para todos dentro del halo. Fue puntada: ellos nunca cambiaban los nombres, ni ponían apodos.

También fue un lío, por donde quiera que se le mire. Aunque entre ellos se prohibía establecer relaciones sentimentales, ni siquiera personales, era conocido que Abelardo y Teresa se veían por su cuenta. Casados y con hijos, cada uno, y Teresa mucho mayor, era de esperar: pertenecían a la misma gama del halo --cosa infrecuente--, pero Abelardo tenía, a sus veintipocos años, una maldita suerte. Yo, que tenía 19, trataba de envidiarlo.

Para Teresa, Casilda movió ese inconfesable resorte, tan humano, y tan cruel en las mujeres mayores, a pesar de la supuesta indiferencia intrínseca del halo: los celos.

Y es que Abelardo, Patricio, y pronto los y las demás, quedaron embobados con la tal Casilda que, debo decirlo, no era ninguna flaca. Estaba como quería.

Malo. En los asuntos del halo, el atractivo carnal es un distractor de consideración. Se supone que los reunidos se encuentran feos entre sí. Raro. Siempre se gustan, hasta los más viejos. Patricio tenía entonces 82, por ejemplo. El halo confiere una belleza peculiar. Teresa, a los cincuenta y tantos, parecía princesa de cuento.

Allí lo inconfesable no era sentirse atraído por alguien del mismo sexo, o por alguien ajeno, sino por alguien del halo. La primera vez me pareció un Club Rotario de gente chiflada (profesionistas, estudiantes, zapateros, vendedores, burócratas); luego me acostumbré.

Casilda resultó un caso especial. Todos reconocieron, de inmediato, la superioridad de su halo. Era imposible que se le hubiera escapado a Abelardo, o al que fuera. Era su primera reunión, nunca antes había estado en una. Pero supo comportarse. Se descalzó al llegar, tomó una varita del Astillero y la encendió en el cirio correcto, entró al círculo por el lado poniente y ocupó el asiento de la luna que, evidentemente, le correspondía. Era el único desocupado, por lo demás, y ni modo que se quedara parada.

Supo callar mientras dio comienzo el ceremonial. Ese día eran siete, con Casilda. Un número estándar. (Años después, según supe, llegaban a juntarse hasta 50). Pero no bien acabó Teresa de recitar el proemio y Saturnino de informar sobre cuestiones domésticas (los pendientes de Bartola: el teléfono, la renta y la luz), y antes de que nadie propusiera el primer aforismo, saltó Casilda de su silla y dijo, clavando sus ojos en todos a la vez:

--Un mundo donde nadie ha matado a nadie.

Aunque eran los años del ``desarrollo estabilizador'', la Guerra Fría, y la teleserie Combate los domingos, los rostros de todos se iluminaron intensamente. Hasta Teresa lucía agradecida. Flotaron un rato en una sensación que debió ser mirífica. Pasaron minutos; varios. Bruscamente, teniéndolos en vilo, la invitada contravino la costumbre y habló por segunda vez consecutiva. Adoptó un gesto audaz, terrible, cruel, clavó sus ojos en Saturnino y deletreó muy despacio:

--Un mundo donde todos han matado a alguien.

Saturnino pareció arrojado atrás por la mirada terrible, método Stanislavsky, de Casilda. Abelardo descompuso el rostro. Amelia y Teresa lloraron (práctica infrecuente; el llanto no va con los halos).

Como el cómico que paladea el efecto de sus chistes en el público, Casilda volvió a la silla de la luna, contemplando la devastación que acababa de producir. Me hubiera gustado aplaudir.

2. Terminada la reunión, nos despedimos y me tocó ir en la misma dirección que la invitada. Me trató como a una mascota, con ternura fría, hasta la parada del trolebús, donde separamos nuestra cháchara.

--Te lo voy a decir a ti porque eres un pobrecito. Mi ley viene de la hoja. Tus amigos no han conocido la hoja todavía.

De su bolsa de tela al hombro sacó una libreta y de ella una hoja lanceolada, medio seca, muy común y corriente.

--Te voy a enseñar cómo, dijo.

Tomó entre el pulgar y el dedo medio un trozo de hoja, una oblea, y lo llevó a su lengua, que se asomó, y se introdujo.

--La trabajo con saliva, la hincho y meneo, la excito, y cuando parece que ya no puede más ni me cabe en la boca y estalla, enmedio de gritos inaudibles me la trago.

Y se la tragó, allí, delante mío, junto al puesto de periódicos, en la cola del trole, en plena avenida Alvaro Obregón, en hora pico.

3. A veces pienso que quisiera entender lo que no entiendo. ¿Quisiera? Como si guardara relación con la hoja, me quedé pensando en la vitalidad de los chiquiadores, que dan al clavo en la jaqueca. ``Tomarla, chuparla, cansarle sus sabores'' había dicho Casilda, Susana Guadalupe Remedios, la señorita Pereda.

De eso palpita la hoja tamizada, hube de concluir. La hoja enrojecida por el uso de las glándulas, vaciada de contenidos. Entonces les sale el halo a los que lo tienen innato y no les queda más remedio que dramatizar los aforismos de su canon. ¿Me explico?.