Con pena por la muerte de Heberto
La forma como el team político estadunidense y parte de aquella sociedad tratan a mexicanos y latinoamericanos en general, si son pobres, es de una brutalidad equivalente a la de monstruos como Terminator, Allien, Predator y tantos otros que llevan en el alma. Monstruos tan repugnantes dan expresión a una parte significativa de su sensibilidad, su placer, su proyección, su yo interno.
Los harapientos y hambrientos pueden ser pateados, apaleados, llevados a la cámara de gases o a la silla eléctrica, baleados en cualquier calle por la border, ya que son, al fin y al cabo, despreciables. Ahora podemos ver esas escenas por la televisión. No son cuentos.
Ese trato suele dispensarse también a los africanos y a los asiáticos, a menos que traigan plata abundante en los bolsillos: en ese caso el espíritu mercantil aconseja guardar las pasiones racistas para descargarlas oportunamente sobre los abrumados por la pobreza.
En Estados Unidos, sí que poderoso caballero es don dinero. Más aún, profundos sentimientos religiosos se ligan ahí con la moneda. El símbolo-síntoma es inequívoco: los billetes de banco proclaman el beligerante In God we trust que establece una subliminal y hermosa ecuación financiera: God = Money.
Donde pilar y fundamento de la cultura social es ésa, los pobres son vistos naturalmente como siervos, útiles para limpiar cloacas. Por tanto, cuando es necesario, son arrojados al traspatio, donde no es percibido su mal olor y su mal aspecto, como se lo propone hoy la ley antinmigrante.
Aunque sabemos bien todo esto, no hemos sido capaces, como sociedad, de obrar en consecuencia. No vamos más allá de insultarlos como se merecen, de lanzar tibios o inflamados discursos o de escribir artículos como éste para ``ponerlos en su lugar'', con todo lo cual, por supuesto, las cosas quedan exactamente como estaban.
Es tiempo de asumir que el tamaño de la emigración y sus dramas son una cara de la moneda, y que la otra es la injusticia social en nuestro país y las relaciones económicas injustas entre México y la (pre)potencia del norte.
En toda la historia del México independiente, el avance de la desigualdad ha sido un proceso pertinaz y despiadado, que se vuelve evidente durante el México revolucionario de la posguerra, pero alcanza un dramatismo ensañado cuando la concentración de la propiedad y del ingreso se acelera y el ritmo de aumento del ingreso nacional se estanca o se contrae, como ha ocurrido durante estos largos años de crisis.
El eje que gobierna ese proceso es esa espiral por la cual la distribución desigual del ingreso nacional implica un aumento de la concentración de la propiedad, que a su vez genera un nuevo incremento de la concentración del ingreso, y así indefinidamente. El proceso se vuelve inexorable debido al uso que la clase propietaria da al excedente social, cuya forma dineraria principal se llama ganancias o utilidades. Si el excedente es convertido en residencias palaciegas, Cadillacs y Mercedes, yates, mansiones en el campo, chalets en la playa, viajes de placer por el mundo, boato cotidiano, tendremos un uso improductivo del excedente. Por el contrario, si una parte significativa de ese excedente (cifra astronómica si hace usted la suma histórica) hubiera sido convertido en inversión productiva, habría generado una inmensa cantidad de empleo, se habría atemperado la desigualdad social y la emigración sería mucho menor.
En el contexto de una sociedad que quiere darse un gobierno para su propio desarrollo, el carácter privado de las ganancias no puede ni debe deter-minar el monto, ritmo de crecimiento y destino de la inversión, por cuanto se trata de un asunto del interés de todos y, por tanto, es asunto público y político en el sentido más recto de la palabra: la sociedad, mediante representaciones políticas adecuadas, de la organización de un Estado para ella misma, podría decidir en un acuerdo nacional inteligente, monto y destino de la inversión, periódicamente, a efecto de crear una economía que sirva a la sociedad y no, como en gran medida ocurre, una economía que no sirve. Pero estamos profiriendo blasfemias demoniacas (¡piedad, oh God del norte!) para los ultrarracionales nuevos liberales.
Me refiero a la inversión privada y pública. La división sólo habla del canal mediante el cual es canalizada la inversión, pero las decisiones de la sociedad deben abarcar a ambas. No hay en esto novedad alguna. Ocurre en Japón o en Corea: mire usted sus resultados.
Las relaciones asimétricas con nuestros vecinos serán tema de otra ocasión.