Rodrigo Morales M.
Los laberintos de la soberanía

A la memoria de Heberto Castillo

La nueva ley de inmigración que entró en vigor en Estados Unidos es un nuevo capítulo en una secuencia ríspida de enrarecimiento de las relaciones bilaterales. Es reveladora de las ineficacias en que ha incurrido nuestra política exterior para hacer frente a los nuevos embates. Cuando el principismo tradicional fue sustituido por un pragmatismo que parecía hacerse cargo de los retos que imponía un mundo globalizado, los nuevos operadores reales de la política exterior dejaron de formarse bajo la égida de la doctrina tradicional, y los conocimientos de comercio y finanzas eran más apreciados y útiles. La relación con Estados Unidos multiplicó los foros e interlocutores.

Se entendió, de manera destacada en la negociación del TLC, que para colocar un proyecto de esas magnitudes había que recurrir a hacer política ahí donde se hacía política, y esto evidentemente sobrepasaba los marcos en que se movía la cancillería. Habrá que decir que en aquel entonces el nuevo proyecto de pragmatismo en la política exterior contaba con los operadores políticos necesarios para llevar a buen puerto sus iniciativas. Hace tiempo que eso cambió.

De aquel lado, para muchos legisladores y autoridades estadunidenses el tema antiMéxico ha resultado un expediente políticamente rentable: no tiene demasiados costos, y reporta incluso beneficios. No habría que esperar un cambio de óptica, a menos que los términos de la ecuación se empezaran a invertir. Sería ingenuo esperar que de pronto se hicieran cargo o asumieran los puntos de la agenda migratoria que aquí percibimos justos.

De este lado, los nuevos embates resultan cada vez más complicados de procesar. Los postulados tradicionales de defensa de la soberanía parecen alejados del léxico de quienes son responsables de operar la política exterior, pero el pragmatismo con que se pretendió sustituir los viejos principios tampoco parece suficiente para defender las posiciones del gobierno mexicano. El tema México ha dejado de seducir a congresistas, académicos o formadores de opinión de Estados Unidos; ciertamente, las condiciones han cambiado desde la época de la negociación del TLC, pero es notable la ausencia de operadores que se ocupen de intentar cambiar las percepciones o, al menos, de documentar las posiciones nacionales. Así se tiene un pragmatismo que asume la globalización, pero que ha dejado de hacer política ahí donde se hace la política. No hay operadores. La soberanía está en un laberinto.

El nuevo reto parece ser cómo dotar de nuevos instrumentos y alegatos a la política exterior para que pueda desplegar con más éxito sus iniciativas y pueda acudir a la defensa de sus intereses. La buena voluntad y los discursos que apelan a los principios que debieran ser, no han podido constituir una barrera a una oleada antimexicana que no se ve cómo y por qué razón vaya a disminuir. Mientras las políticas antimexicanas no tengan costos reales, sus impulsores seguirán ganando terreno. Hacerlas costosas, para entrar a discutir en un plano que sí puede afectar intereses y revelar de mejor manera la necesidad de la cooperación y el consenso, es la única manera de frenar una secuencia irracional que puede tener consecuencias indeseables para ambas partes.