A mi hermano Juan Pablo
En 1975 se celebró el 300 aniversario de la Academia Mexicana de la Lengua. Entonces, un académico al que quise mucho presentó una ponencia en la que alertaba sobre el riesgo de que, vista la vocación de fracaso de los proyectos de integración y cooperación cultural entre países hispanohablantes, nuestro idioma acabara corriendo la misma suerte que el latín, el maya y otras lenguas madres que terminaron fragmentadas en pueblos de hablares mutuamente inentendibles. Proponía entonces que las academias de la lengua dejaran de ser los centros de taxidermia que siempre han sido y asumieran un papel más activo en la preservación de la unidad idiomática de latinoamericanos y peninsulares. Aunque por entonces la globalización no había transitado todavía de las páginas de McLuhan al habla cotidiana, a pesar de que el autor de esa ponencia fue el académico por quien más cariño he sentido en mi vida, y a contrapelo del respeto que le debía porque se trataba de mi señor padre, discrepé de su advertencia.
En esos años, y desde antes, ocurrían en Latinoamérica los ires y venires de un país a otro de los exiliados, además de fenómenos culturales continentales como, maldita sea, las telenovelas y las canciones de protesta. Siete lustros antes, el contagio de la Península había sido reavivado por el ``río español de sangre roja'' que atravesó el Atlántico huyendo de Franco.
Ahora que celebra su Primer Congreso en Zacatecas, la lengua española ha superado definitivamente los riesgos del aislamiento, la fragmentación y la muerte por partenogénesis.
Esta buena noticia no se la debemos a nuestra consolidación como un universo cultural definido sino, en buena medida, al descubrimiento de un vastísimo mercado en el entorno idiomático español. Los hispanohablantes conformamos una teleaudiencia formidable, un horizonte apetecible para las industrias editorial, cinematográfica y turística, y hasta para los fabricantes de hornos de microondas, quienes pueden distribuir el mismo instructivo de operación en casi 30 países distintos.
La chamba que jamás realizaron la Real Academia y sus correspondientes latinoamericanas la hacen ahora Microsoft (¿o no se ha vuelto el diccionario de su programa Word, polémico y todo, un punto de referencia mucho más exitoso y recurrido que el tumbaburros académico?), Televisa, Selecciones del Reader's Digest, Univisión, el Festival OTI y otras muchas entidades de corte empresarial, sin excluir a los cárteles del narco (ilegales, pero empresas al fin) que, como un subproducto menos pernicioso que su mercancía, ponen en mutuo contacto a los acentos andinos con los modismos del Bajío y a éstos con los distintos colores --caribeños, mexicanos, centroamericanos-- del spanglish. Y sin excluir los todavía balbuceos en español de Internet y sus enlaces oceánicos.
No dudo que estas encarnaciones modernas y españolas de la Vulgata dejan mucho que desear si se les juzga desde un punto de vista académico. Ya sea que se apeguen a sus particularidades vernáculas o que, peor aún, intenten expresarse en una inexistente versión ``internacional'' y neutra del español (otra vez los empeños de Microsoft), conductores, conductoras y actrices de televisión y locutores de radio, programadores y redactores de servicios orientados al cliente, hoteleros, impartidores de ``seminarios de excelencia'' y tratantes internacionales de blancas, machacan y destazan sin piedad nuestro idioma.
Pero no habría que perder de vista que los antiguos habitantes de la Península destazaron y machacaron el dialecto castellano, le incrustaron sus propios vocablos iberos y celtas, le clavaron las jotas árabes y le limaron la dureza consonante hasta convertirlo en su idioma. Un maceramiento similar experimentó el idioma cuando los sobrevivientes americanos de la Conquista lo adoptaron a condición de transformarlo, deformarlo, enriquecerlo y contaminarlo con ahuautles, jaguares, huracanes y tomates, con bucaramangas, cochabambas, citlaltépetls y potonchanes.
No habría que olvidar que el español vive de su propia destrucción, que el desgaste de su uso cotidiano es condición de su permanencia y que su resurrección milagrosa, su recomposición, ocurre cada vez que un taxista defeño le grita ``¡chinga tu madre!'' a un prójimo poco considerado, lo mismo que cuando una monja puertorriqueña empieza su día con un ``padre nue'tro qu'e'tas en lo' cielo''' o cuando un yuppie chileno se pone a hablar de ``método organizacional y valores aspiracionales''. La lengua lo aguanta y lo asimila todo, hasta sus propias pérdidas. El idioma español no va a dejar de serlo porque alguien le agregue los verbos ``bootear'', ``faxear'' o ``escanear'', porque le coloquen una troca en donde antes iba un camión, y ni siquiera porque de aquí a unas décadas pierda la eñe, aunque esta posibilidad sea particularmente dolorosa para los peninsulares, quienes sufrirían la mutilación ortográfica en el nombre de su país y en su gentilicio.
En forma mucho más palpable que el mercado, nuestro idioma se autorregula, de manera admirable, de acuerdo con la voluntad soberana y el gusto de sus hablantes. No importa que la Real Academia lo siga momificando, que la publicidad lo siga emputeciendo, que los ejecutivos y tecnócratas lo llenen de barbarismos y neologismos o que el vulgo, la raza, la broza, lo destruya todos los días y a toda hora. El español es tan generoso, tan flexible y tan incluyente, que sigue comunicando hasta cuando lo hablan o lo escriben quienes no saben hablar ni escribir, como es el caso de legiones de políticos, periodistas y académicos de éste y del otro lado del océano.