Los ministros de Finanzas del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) se acaban de reunir en Filipinas para discutir sobre las inversiones internacionales en la consolidación infraestructural de la región. Sigue así una de las mayores ficciones de la realidad económica contemporánea: una asociación que reúne, a nombre de una fantasmagórica Cuenca del Pacífico, países estructuralmente muy distintos entre sí y que sólo en su condición de ribereños del Pacífico tienen algo en común.
La gran novedad de este fin de siglo no es el Pacífico en general (¿qué tendrán en común entre sí países como Nueva Zelanda, Canadá, Chile, Japón o Tailandia?) sino Asia oriental. Una región del mundo que en las últimas décadas parecería haber encontrado un camino firme de salida del atraso a través de algunos rasgos más o menos comunes. Rasgos que, resumidos a sus mínimos términos, son la disponibilidad de administraciones públicas de gran eficacia, las orientaciones exportadoras de productos manufactureros, las políticas económicas pragmáticas y una elevada coordinación entre gobierno y negocios en la definición de estrategias de desarrollo. Es en este terreno que existen evidentes similitudes entre Japón, China, Corea del sur, Malasia o Singapur.
Asia oriental no es sólo la región de mayor crecimiento del mundo, es, sobre todo, el único ejemplo mundial contundente de salida del subdesarrollo que nos ofrece esta segunda mitad del siglo XX. Dicho lo cual resultan más que comprensibles las razones del interés hacia la región de Asia-Pacífico. Un interés que, en la búsqueda de improbables contagios, condujo a la formación de una asociación en la cual Estados Unidos está al lado de Chile y de Papua Nueva Guinea, en una ensalada sin homogeneidad alguna, ni en el presente ni en el futuro previsible.
El mundo va hacia la formación de áreas regionales de creciente integración interna, como la Unión Europea, América del Norte y Asia-Pacífico. Y poco tiene que ver con esto una inexistente región del Pacífico, que podrá ser económica pero nunca será estratégica, o sea, encarnación de intereses y proyectos comunes.
El último episodio de la rivalidad entre las dos riberas del gran océano es aquello que ocurre en la actualidad en las relaciones económicas entre Estados Unidos y Japón. Mientras la economía japonesa se encuentra en las fases iniciales de recuperación después de un prologado ciclo recesivo, su superávit comercial registra un notable aumento sobre todo en la relación con Estados Unidos. Entre enero de 96 y febrero del 97 el surplus japonés en el comercio con Estados Unidos aumentó 2.5 veces. Vuelve así a plantearse uno de los problemas crónicos de las relaciones económicas mundiales: el desequilibrio comercial entre estos dos países. Después del prolongado periodo de valorización cambiaria del yen desde 1991, a partir de mediados de 1995 éste ha vuelto a una senda de devaluación frente al dólar. Y el resultado comercial es hoy nuevamente evidente. Hace poco días, con un importante aumento de la imposición indirecta, las autoridades japonesas indican su voluntad de contraer el empuje de la demanda interna para basar la recuperación de la economía sobre el renovado dinamismo de las exportaciones. Para tener una idea de la importancia de los nuevos impuestos al consumo en Japón, será suficiente considerar que costarán a las familias japonesas un promedio de 700 dólares anuales.
El secretario del Tesoro estadunidense, Robert Rubin, acaba de declarar su contrariedad con el endurecimiento de la política fiscal japonesa. Y las razones son obvias. La contención de la demanda interna japonesa, conjuntamente con un yen débil, constituyen amenazas directas contra las cuentas externas estadunidenses. Además, las bajísimas tasas de interés en Japón estimulan a los inversionistas de este país a la adquisición de títulos foráneos, lo que alimenta un ulterior debilitamiento del yen. Y un yen débil repercute directamente en un empeoramiento de las cuentas externas de Estados Unidos.
Naturalmente este es sólo un ejemplo, pero uno más que se añade a reforzar la imposibilidad de hablar de intereses comunes entre los países de este sueño guajiro, y todo occidental, que es la ``Cuenca del Pacífico''.