Conocemos, gracias al Viaje entretenido de Agustín de Rojas Villandrado, las diversas denominaciones que tuvieron las agrupaciones teatrales en los tiempos heroicos de los Siglos de Oro, de las cuales sólo se conserva hasta la fecha, y con otra acepción, la de farándula aunque haya habido el intento de rescatar la de bulubú por parte de Alejandro Aura. El ñaque o naque (éste último más extendido en su tiempo, aunque José Sanchís Sinisterra prefiera utilizar el primero porque, término ya en desuso, significa también ``conjunto o montón de cosas inútiles y ridículas'') era un grupo de dos comediantes dedicados a representar entremeses. Y a pesar de que en su obra más famosa Rojas Villandrado habla de cierto esplendor en lo que llamó tiempo dorado de las representaciones, elige la picaresca de dos cómicos un tanto tunantes que narran sus aventuras poco ejemplares. Así, nos da a conocer que junto a una ``comedia (que) está/subida en toda alteza'' coexistió ese teatro menor que no pudo menos que tentar a Sanchís Sinisterra para una de las varias adaptaciones de Teatro Fronterizo, ya que está, como lo pide en el manifiesto de lo que es al tiempo compañía y concepción teatral, ``proclive a la insignificancia y la desmesura''.
Así, en Ñaque o De piojos y actores, los dos prestados farsantes --en el viejo sentido de la palabra-- Agustín Solano y Nicolás de los Ríos son traídos, 400 años después, a un escenario ante el que ya está el público. Se insiste: ellos llegan, pero el público ya está allí, en lo que viene a ser la reflexión primera acerca del teatro y sus espectadores. En efecto, si la condición del teatro es tan efímera, y la de los actores por naturaleza cambiante, la presencia del público (convertido en un ente casi inmutable por abstracto) es la que da sentido a lo que ocurra en el tablado. En algún momento, Ríos y Solano piden a los espectadores que actúen, ya que ellos se convertirán en público (y aquí yo lamenté que no hubiera en las butacas un par de jóvenes audaces que emprendieran alguna rutina actoral, sólo por ver que pasaba), con lo que a su constancia añaden la condición pasiva de receptáculo de lo que ellos, los actores, los que actúan, deseen mostrarles a través de textos de muchos autores amén de Rojas.
De un baúl prodigioso --cuyo diseño corresponde a Leo-- surge un tablado y todo lo que los cómicos necesitan. A cada momento interrumpen la acción, ya verbal, ya actuada como el auto de Abraham interpretado por Solano, en el que Ríos hace una deliciosa Sara y un jocoso Dios Padre; las interrupciones se deben, sobre todo, a un vago temor existencial que su condición de espectros encarnados hace más aguda. Divertido y más bien largo (largura que se antoja extrema en el inhóspito horario del teatro de mediodía y que tendrá mejor acogida en su restreno en el Museo del Carmen, con funciones vespertinas y nocturnas) el texto de Sanchís Sinisterra ha sido muy bien comprendido por Alejandro Velis, quien a pesar de tener pocas escenificaciones en su haber, muestra gran solvencia con el apoyo de los excelentes actores Miguel Flores y Carlos Cobos, la música original de Antonio Russek, el vestuario de Marío Ros, amén de la escenografía e iluminación de Leo.
Mucho de lo visto me pareció que hermanaba con el espíritu que anima algunas propuestas de José Ramón Enríquez, aunque en el caso de éste el verso es propio y no prestado, por el amor a los clásicos, por el regustillo pícaro. Por una de esas coincidencias, cuya frecuencia ya no me asombra, el mediodía sabatino en que asistí al Foro Sor Juana, a la salida de éste, nos topamos con la versión que el propio Enríquez dirigió de El villano en su rincón, con esos cómicos de la legua en que momentáneamente se han transformado sus alumnos de Casa del Teatro, instalados en un camión-tablado con el que van recorriendo diferentes pueblos, ahora distintos sitios capitalinos, para llevar su delicioso espectáculo a los espectadores que, ciertamente, ya están allí.
En ese mismo momento y en otro lugar, estaba casi culminada la Primera Muestra Nacional de Títeres, con esos teatrinos y esos bártulos que también se arman en casi cualquier parte. No pude asistir a la inauguración, a pesar de lo que me gusta La tarántula de Carlos Converso, ni a otros espectáculos, excepción hecha de lo que presentó Ikerin, talentoso grupo familiar de titiriteros --que además cuentan con otros oficios-- amigos míos de muchos años y cuyo director, Sergio Montero, es asimismo el dirigente de la Unima-México (Unión Internacional de Marionetistas) y por lo tanto organizador de esta muestra que contó también con una exposición del títere mexicano.