Si nuestro país viviera en circunstancias de paz social y de desarrollo verdadero, el primer Congreso Internacional de la Lengua Española, inaugurado el pasado lunes en la ciudad de Zacatecas, habría tenido quizá no menos relieve, porque para conferírselo hubieran siempre bastado la presencia y las palabras de los personajes que han concurrido, pero sí un tono distinto: más señaladamente humanístico, digamos. Es el caso, sin embargo, que el país vive en el interior de un conflicto que en buena medida, o en último análisis, se define precisamente por la colisión del idioma español dominante con las lenguas dominadas, o bien por los intereses directos e históricos que uno y otras encarnan.
Por la índole del foro y de los temas que debían examinarse, es comprensible que esa colisión, conocida quizá en todo el mundo, no fuera tratada de manera expresa; pese a todo, a mi ver los tres premios Nobel se le acercaron tangencial o furtivamente.
Así, el coruñés Camilo José Cela, en cuya patria la lengua española se enfrenta también, y no con intenciones lingüísticamente integradoras o asimilativas, sino de destrucción, al catalán o al vascuence, por ejemplo, se declaró ``amante de la lengua, de las lenguas, de todas las lenguas'', y apostó a la defensa de la libertad de las lenguas y sus hablantes. El hombre que desde joven ha hecho expediciones al interior del ser humano con todos los riesgos y conoce el drama de las voces estranguladas como las de Pascual Duarte, su familia y sus amigos, no puede menos que hacer esa apuesta generosa.
Más directamente, por ser hispanohablante de América, por saber muy bien a qué se refiere, Gabriel García Márquez nos invitó a aprender ``de las lenguas indígenas, a las que tanto debemos, lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos''. Aquí se mencionó claramente la soga: lenguas indígenas, cultura indígena. Son las lenguas discriminadas y humilladas a lo largo de cinco siglos.
Y Octavio Paz, nuestro más alto poeta y hombre de letras, en un texto cuya profundidad y belleza se recibe sin sorpresas, dijo: ``La palabra es nuestra morada: en ella nacimos y en ella moriremos''. Y bien, sin interpretar en absoluto al poeta, lo que sería un atrevimiento, puede uno reflexionar, incitado por esa frase, en que los indios mexicanos, como los de todo el continente, tienen una palabra propia y el derecho de nacer y morir en ella.
Por su parte, el presidente Ernesto Zedillo habló del diálogo como entendimiento y respeto, como conciliación y reconciliación, llamó a promover el respeto de la lengua española y reiteró su compromiso de proteger y alentar el cultivo de las lenguas indígenas. Y aquí nos instalamos en el tema, en el gran tema, en el tema de la cultura y los derechos indígenas, en el tema de los acuerdos (que son compromisos) de Larráinzar, en el tema de una iniciativa de ley pendiente, en el tema de la paz en Chiapas y de cómo los mexicanos, en todo el país, podríamos convivir de mejor manera.
A propósito de la muerte de Heberto Castillo, y de una aureola de autoridad y glorificación que en vida probablemente lo tendría ya hasta la coronilla, los diputados y senadores de todos los partidos, o muchos de ellos, han convenido en que si realmente quiere homenajéarsele, debe aprobarse ya el proyecto de la Cocopa, organismo en el que Heberto participaba activa y apasionadamente. Y luego, como estaba previsto, debe reanudarse el proceso de negociación con el EZLN sin neblinas paranoides, hasta coronarlo con esa paz justa y digna que anhelamos casi todos los mexicanos. Tal vez pocos momentos han sido más propicios. En ese proyecto están ya convertidas las ideas en palabras (de la lengua española y de otras lenguas), de modo que no falta sino la voluntad política de ir hasta el fin de una vez, o el discurso de adhesión a los pueblos indígenas, sus derechos y sus culturas, acabará vaciándose de significado, y ello equivaldría a traicionar a la lengua, a cualquier lengua.