METRO BALDERAS Ť Jorge Anaya
La historia de Sergio

En algo, viajera, tienen razón los panistas: su moral retrógrada y represora es esencialmente la misma que durante décadas ha caracterizado a los gobiernos priístas, tanto en la capital como en el país, de modo que las críticas de Roque y sus repetidores no son sino chillidos oportunistas y fariseos. No fueron panistas los que mantuvieron a la juventud mexicana ayuna de conciertos en la época más subversiva del rock, los que han impedido la exhibición de películas como Easy rider, El último tango en París o La última tentación de Cristo u organizado toda suerte de razzias en reuniones públicas y privadas.

Vístase de tricolor o blanquiazul, de sotana, camisa de seda o chamarra deportiva, la intolerancia puede asomar sus perversas fauces aun en ámbitos generalmente considerados como reductos de libertad. Y propiciar ahí, como en todas partes, no sólo molestias y arbitrariedades, sino a veces verdaderas tragedias.

Sergio estudiaba en el Colegio de Ciencias y Humanidades de Vallejo. Sus amigos lo recuerdan como un joven gentil y un tanto tímido, que gustaba de hacer largas llamadas telefónicas, jugar al basquetbol y, de cuando en cuando, tomarse unas copas. Estas dos últimas aficiones concurrirían en su desgracia.

El entrenador del equipo era uno de esos forjadores de hombres recios y soberbios, partidarios del triunfo a cualquier precio, fanáticos de la disciplina y el castigo, como los que aparecen en películas gringas de moda. Obviamente no podía tolerar que Sergio faltara al entrenamiento. Y menos cuando alguien vino a contarle que lo habían visto bebido.

¿Qué hacer? Tomar una decisión que cualquier paterfamilia de los de la Unión habría aplaudido: enviar al resto del equipo a darle un buen escarmiento.

La misión fue cumplida con creces. A resultas de la golpiza se formó un coágulo en el cerebro de Sergio, que al estallar precipitó el coma y finalmente la muerte.

Hoy, a una semana del hecho, el entrenador empieza a pagar en una cárcel preventiva el precio de su estupidez, la familia quizá intenta inútilmente sofocar el dolor en el fárrago de los procedimientos penales y aquellos contados amigos quién sabe qué darían por volver a recibir una de esas llamadas que antes intentaban acortar suplicando ya cuelga, Sergio, por favor.

Decía Gandhi que lo que más admiraba de la democracia era la noción de que nada, ni siquiera el bien, se debe imponer por la fuerza. Muchos que se dicen demócratas, viajera, harían bien en recordarlo.