En nuestro país, como en el resto del mundo, la falta de seguridad pública adquiere características alarmantes. Por lo tanto, la preocupación del presidente Ernesto Zedillo por asegurar una coordinación adecuada en este terreno entre los estados y la Federación se justifica ampliamente, así como su deseo de mejorar las leyes para hacer frente a los nuevos desafíos planteados, por ejemplo, por el enorme desarrollo del narcotráfico y del lavado de dinero, como resultado de las transformaciones económicas realizadas con la globalización y el predominio del capital financiero. Lo que quizá sea más discutible es la tentación, también mundial, de encarar el problema de la delincuencia y de la inseguridad desde el punto de vista predominante, si no exclusivo, de la asignación de más recursos a las fuerzas y organizaciones encargadas de mantener el orden.
En efecto, la creciente inseguridad tiene un claro origen social y es lógico que si aumenta la pobreza y la desocupación, mientras la inseguridad en el trabajo pasa a ser la regla, aumentarán la miseria moral, el desamparo de los más débiles, la prostitución, los delitos contra la propiedad y las personas. Al mismo tiempo, la desregulación del sistema bancario y la repatriación de capitales fugados al exterior, sobre cuya procedencia no se indaga, favorece al dinero ``sucio'' o ``negro'' y estimula la violación de las leyes por parte de los delincuentes con guantes (no demasiado) blancos, cuyos capitales forman una parte conspicua de la masa de capital financiero que actúa especulativamente en las Bolsas y los mercados.
En Estados Unidos, por ejemplo, mientras se desmantela el Estado del bienestar social y el mínimo de seguridad social de que disponían los más pobres, se expulsa a los inmigrantes y se construyen a toda marcha nuevas cárceles, pues las actuales están abarrotadas, pero los delitos siguen aumentando. En Inglaterra, el gobierno ha llegado incluso a fletar un barco para que sirva de cárcel, ya que los establecimientos penitenciarios no dan abasto y en otros países los gastos policiales, mucho mayores que en el pasado, no alcanzan tampoco a hacer baja la curva delictiva. Por el contrario, muchas veces los delitos son cometidos, sobre todo en nuestro continente, por las mismas policías que deben impedirlos y el aumento de la omnipotencia de ellas lleva aparejado un crecimiento de la corrupción, el abuso, la impunidad, los secuestros.
Si el sistema escolástico está en crisis, si la pobreza obliga a emigrar y destroza las familias, si el mundo rural tradicional se disuelve bajo el impacto de las importaciones, de los bajos precios de las materias primas agrícolas, los altos de los insumos, y de la privatización de las tierras, difícilmente se reducirán los delitos de portación de armas prohibidas o los que atentan contra la salud, que se han cuadruplicado desde que comenzó la crisis provocada por la política neoliberal tan deprecada incluso por el partido oficial, pero que sigue causando estragos. ¿Acaso el ``fujichoc'' en Perú no aumentó la violencia y el narcotráfico e igual cosa no sucedió en Bolivia, al extremo de implicar, en ambos países, en el narcotráfico a altos personajes militares y políticos?
No son los recursos los que faltan. El problema reside en dónde se utilizan y en cómo y quién los administra. Los problemas sociales de violencia, prostitución, droga, etc., no tienen exclusivamente una solución policial y requieren, por el contrario, un cambio de clima económico, moral y político.