A Heberto Castillo
Sólo del corazón podía morir.
Por una lesión en la rodilla, Bill Clinton tuvo que posponer su viaje a México, programado para esta semana. Cuando lo anunció, el pasado 5 de febrero, todo apuntaba a que el presidente estadunidense sería más o menos bien recibido en nuestro país a consecuencia de que él personalmente orquestó la preparación de un paquete de rescate financiero por 20 mil millones de dólares para salvar nuestra economía, desgarrada por la crisis en 1995.
De febrero a la fecha, sin embargo, el ambiente para que Clinton sea bienvenido en México se ha deteriorado hasta niveles insospechados. Cuando se liquidó por anticipado el último adeudo del paquete de rescate, en enero pasado, todo era júbilo. Del lado mexicano se festinó que México recuperaba soberanía y credibilidad al efectuar el prepago, y de paso se ahorraba 300 millones de dólares por intereses no devengados. Del lado estadunidense, el propio presidente proclamó su triunfo al haber logrado un excelente negocio: ``Hemos ganado 500 millones de dólares en intereses'', dijo.
Pero negros nubarrones precipitaron bien pronto una tempestad. Uno a uno fueron cayendo los flancos débiles del gobierno zedillista. Primero, la Comisión de Derechos Humanos de Estados Unidos, que reporta al Departamento de Estado, flageló con una crítica puntillosa sobre los numerosos casos de violación a las garantías básicas en nuestro país.
Después vino el problema de la certificación a México por su lucha contra el narcotráfico. El zafarrancho mayor se dio entre el ejecutivo y el congreso estadunidenses, mientras el presidente Zedillo se paseaba por los jardines del Palacio Imperial de Kyoto en su visita a Japón y procuraba venderles nuestra buena imagen a los japoneses. Todo parece haber concluido en un acuerdo entre el canciller Gurría y Barry McCaffrey --el zar antidrogas--, mediante el cual Estados Unidos al fin reconoce que el narcotráfico también se da porque existe una vasta demanda en ese país, y México se compromete a extraditar temporalmente a algunos de los capos mexicanos. Insólito, pero esa fue la negociación de nuestro intrépido canciller.
El primero de abril entró en vigor la nueva Ley sobre Inmigración Ilegal que había sido promulgada seis meses atrás en Estados Unidos en sustitución a una legislación análoga de la época de Ronald Reagan. Con todo lo draconiana que parecía la ley de 1986, resulta mansa en comparación con la nueva, ya que aquélla al menos otorgó amnistía a cerca de 3.1 millones de indocumentados, 70 por ciento de los cuales eran mexicanos.
La nueva ley de inmigración, en cambio, afecta por igual a residentes legales e ilegales, otorga mayor fuerza y capacidad de acción al Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN), así como a la Patrulla Fronteriza, y coloca en posibilidades de deportación a por lo menos cinco millones de indocumentados, la mayoría mexicanos. Eso por no mencionar a los 17 millones de pobladores de origen mexicano que viven legalmente en Estados Unidos y de los cuales sólo 14 por ciento ha adquirido la ciudadanía estadunidense.
No soy de los que piensa que todo este torrente de sucesos en las relaciones México-Estados Unidos sea parte de un complot de los segmentos más reaccionarios del establishment gringo. No creo que en Estados Unidos se nos otorgue tanta atención como para confabular en contra nuestra. Más bien prevalece la indiferencia --y en el mejor de los casos la ignorancia-- sobre México. El hecho de que Clinton programe una visita a nuestro país hasta este momento de su mandato muestra que ni siquiera para el ejecutivo estadunidense somos tan importantes como creemos.
Más bien ha confluido una serie de acontecimientos en un tiempo poco afortunado para que la visita de Bill Clinton sea lozana y alegre. A lo anterior súmense el incremento en las tasas de interés en la Reserva Federal de Estados Unidos, el problema de las fresas mexicanas supuestamente contaminadas por el virus de la hepatitis que afectó a varios escolares de por allá, y la ratificación inexplicable de sanciones antidumping contra el cemento mexicano. Todo en granel ha complicado el cuadro.
Quedan cuatro semanas para que la situación dé un giro significativo si se quiere recibir a Clinton en un ambiente apacible. Felices estarían los detractores de la certificación a México si de pronto fueran capturados Amado Carrillo y los hermanos Arellano, y luego extraditados ``temporalmente'', como lo prometió Gurría. Felices estarán mientras el propio canciller mexicano siga minimizando los efectos de la ley de inmigración, y mientras se siga tolerando la imposición de barreras a productos mexicanos como el jitomate, el atún, el aguacate, el autotransporte de carga, el acero, el cemento y las escobas de mijo.
Si les damos tantos gustos, tal vez en el Congreso de Estados Unidos ratifiquen nuestra permanencia en el TLC la senadora Feinstein, Jesse Helms y demás, cuando ocurra su revisión, en julio próximo, y tal vez Bill Clinton pueda ser recibido en México con alivio. El problema es que tantos gustos es precisamente lo que más debería de disgustarnos.