Como suelen suceder las cosas -es decir, las cosas buenas-, como suelen suceder las cosas cuando un motivo amable las solicita, casi por puro viejo cariño hojeaba hace un momento mi ejemplar de Walden (¿qué le habrá ocurrido? Parece que estuvo cerca del agua, en una tormenta. Además de humedecidas, las hojas están a punto de desprenderse) cuando de entre sus páginas cayó en mis manos un recorte de la revista The Nation, de abril de 1973, con un poema de Ruth Whitman (¿quién es Ruth Whitman?) Qué poema. Debe leerse de corrido a partir del título: ``Carta dirigida a mi paloma, mi unicornio, mi estanque profundo,/ mi pequeña piedra lisa, mi pulso, mi amatista,/ mi sueño, mi música, mi helecho de selva,/ mi ola verdegris. Mi océano./ Tu sedienta playa, Ruth Whitman''.
Cómo me habría gustado ser su autora y dirigírselo a. Porque para mí ese poema es de amor. En calidad de playa, de costa, de ribera, de orilla, uno está allí para recibir el mar y a sus visitantes, tanto en sus formas continuas como en las entrecortadas, las aves que se posan apenas y vuelvan, que a veces ni siquiera ponen ambas patas sobre la arena. Pero pensándolo bien, quizás no haría mías las palabras de la Carta dirigida a. El pulso no siempre es regular. Además, los unicornios no existen y el color de las olas es una ilusión variable, subjetiva y variable, sin contar que el destinatario del poema puede ser daltónico y perderse de la diferencia del morado de las amatistas y el rojo del mar que pinta un poeta mediterráneo de nacimiento o simplemente pasajero. Por otra parte, ¿a quién le gustaría ser playa, es decir, inamovible por definición?
Uno es playa cuando necesita esperar que su piedra vuelva a ella, o su helecho salvaje, o su ola verde, azul, gris o roja, según el estado del tiempo y las estaciones. Porque si tu sueño no se ha ausentado, si tu música no se ha silenciado, no es cuestión de que te sientes a esperarlos, ni mucho menos a invocar que vuelvan a ti. Así que es dudoso, entre que hago mías las palabras de Ruth Whitman y no. Lo curioso es que las asuma si las oigo, pero no si me detengo a examinarlas. Tal vez por eso me guste caminar. Al caminar oyes una serie de cosas que el movimiento te impide estudiar. De hecho, abrí Walden casi para buscar unas páginas dedicadas al acto de caminar, pero no las econtré. Encontré el poema que oigo mío pero que leo de una poeta con nombre de poeta.
Hay ciudades en las que uno camina más que en otras, y momentos en la vida en que uno es mejor caminante que en otros. Cuando empiezas a crer que todo es cuestión de poner un poco de orden y dar un poco de disciplina a tu vida para poder salir a caminar, la cosa anda mal; significa que te inclinas más a pensar que a recordar, y por más que busques zapatos, de veras adecuados para tus caminatas, no los encontrarás, tu tiempo de caminante ha terminado. La idea detrás del impulso de caminar es doble. Huyes de, te diriges a. ¿Eres unicornio o eres playa? Caminas para volver a caminar porque, ¿quién no vuelve? Los pasos nada tienen que ver con el hecho de que el caminante parta o regrese, bajo ambos motivos el paso se da, no se detiene. El movimiento lleva música adentro. ``Mi paloma, mi unicornio, mi estanque profundo''.
Ese océano que esperas en calidad de su playa en combinación con las nubes creó una tormenta, y fue la tormenta la que llegó a ti. De paso mojó mi ejemplar de Walden, al que recurro por pura nostalgia. De entre sus páginas cayó en mis manos un poema que me llevó a pensar en otro gracias a que estoy sentada y no caminando. Pero antes de examinarlo quiero anotar que cuando Thoreau se pregunta en Walden qué es una casa, se contesta: ``una sede''. De modo que así, desde mi casa en el camino, repito He escrito. La revista de Monterrey Papeles de la Mancuspia publicó este poema del poeta José Luis Cendejas (¿quién es José Luis Cendejas?), que transcribo: ``He escrito un poema pequeñito/ que habla de un árbol y un pájaro./ El pájaro tenía frío,/ aunque eso no lo mencioné./ Y el árbol lo llamó/ y le ofreció fronda y cobijo,/ pero eso tampoco lo escribí:/ ni que fueron grandes amigos,/ ni de lo bien que se sentían juntos,/ ni de lo que el pájaro al oído le contaba antes de dormir,/ ni de la cálida lengua,/ ni del viento que a veces se enredaba./ Me pareció que en mi pequeño poema/ eran suficientes las dos palabras.''
Muchas veces quise dirigírselo a, porque He escrito también me parece un poema de amor. El árbol es la playa, el pájaro ``mi paloma, mi unicornio, mi estanque profundo''. Pero perdí el recorte de Papeles de la Mancuspia, no sé entre las páginas de qué libro duerma y espere. Si no fuera porque, a manera de un aprendiz de pintor, lo copié en un trozo de papel que cargo conmigo, no habría podido dirigírselo hoy a ``mi sueño, mi música, mi helecho de selva'', habría tenido que salir a caminar, o volverme árbol para ofrecerle ``fronda y cobijo'' sin decir palabra y siempre que, por supuesto, el pájaro admitiera que tenía frío. Porque ese es otro problema. O el problema central: que a veces el amor se convierte en tormenta con tal de no admitir que está en calma. ¿Qué océano permitiría que lo llamaran ola, por más que fuera ``mi ola verdegris''.